Se cumplen ahora 25 años de la caída del famoso muro que mantuvo dividida a las dos Alemanias durante casi tres décadas. Muchos han sido testigos de ello, pero nadie mejor que el Trabant es capaz de hablar del Berlín de la posguerra. Repasamos en este artículo la vida del coche que motorizó a la RDA.
Corría la década de los años 50, a finales, y Alemania aún andaba reponiéndose de los efectos de la II Guerra Mundial. En plena Guerra Fría, faltaba poco para que se levantara el Muro de Berlín, que dividiría a la capital del país en dos partes bien diferenciadas: la República Federal Alemana y la República Democrática de Alemania. Durante casi 30 años la vida en esta ciudad sería bien diferente a ambos lados del también llamado ?muro de la vergüenza?.
El caso es que el gobierno comunista de la RDA vio la necesidad en aquel momento de motorizar a su población. ¿Cómo? Con un coche que debía ser sencillo, práctico y muy económico. Y así fue como nació el Trabant a manos de la empresa VEB Sachsenring Automobilwerke Zwickau, cuya fábrica se ubicó en una antigua planta de Horch (marca perteneciente a Auto Union). El proceso de montaje dejaba mucho que desear, ya que el coche se montaba prácticamente a mano y esto retrasaba enormemente su salida al mercado.
Un símbolo de libertad
Todo el mundo quería su Trabant, que ya empezaba a convertirse en algo así como un símbolo de libertad. Pero la realidad con la que se encontraba el comprador era, en ocasiones, desesperante. Las listas de espera para conseguir un modelo nuevo llegaron a ser de hasta 15 años, lo que acabó provocando un gran movimiento en el mercado de segunda mano, donde se vendían los Trabant más caros incluso que recién salidos de concesionario. Algunos hacían lo que fuera por tener su ansiado coche cuanto antes.
El Trabant fue un modelo humilde, coetáneo de nuestro Seat 600 (ambos nacieron en 1957, aunque el alemán vivió más años), que tenía alguna que otra característica curiosa. Por ejemplo, su carrocería estaba hecha a base de fenoplast, una especie de resina que, suponemos, ayudaría a reducir costes y a aligerar el peso total. Por cierto, que en la báscula arrojaba una cifra de poco más de 600 kilos, algo fundamental para que su modesto motor pudiese hacer su trabajo.
Lo que había bajo el capó del Trabant era un motor de dos tiempos y dos cilindros, que provenía de una moto DKW (otra de las marcas que formaban parte de Auto Unión, junto a la citada Horch, Wanderer y la mismísima Audi). Empezó con 500 cc, que luego pasaron a ser 600, y su potencia se mantuvo entre los 18 y los 26 CV. Evidentemente, con semejante potencia las aceleraciones eran eternas. Pero a nadie le importaba en aquella época cubrir el 0 a 100 en más de 20 segundos o alcanzar a una velocidad punta que a duras penas llegaba a los 110 km/h. Lo relevante era el hecho de poder tener acceso a un vehículo propio y aquello era, en si mismo, un lujo.
Poco fiable
Este pequeño alemán de poco más de 3,5 metros de longitud incorporó la tracción delantera en un momento en el que la mayoría optaba por la propulsión, mientras dejaba la transmisión en manos de una caja manual de cuatro velocidades con la palanca ubicada en la columna de la dirección. Ni qué decir tiene que, dada la poca fuerza del motor y los enormes saltos entre marchas, la cuarta velocidad sólo servía de algo cuesta abajo y con viento a favor. El consumo medio rondaba los 7 l/100 km, es decir, lo mismo que el de una berlina actual de unos 200 CV. Pero claro, eran otros tiempos.
Aunque simple, el motor del Trabant no era especialmente fiable, algo que acabó convirtiendo a la mitad de los berlineses en mecánicos improvisados, con su caja de herramientas siempre a cuestas en el maletero del coche. En 1990 la cosa cambió con la llegada del motor 1.1 de 40 CV heredado del VW Polo, más moderno y de cuatro cilindros, aunque bastante tardío, ya que el coche dejó de fabricarse en 1991.
Ese fue el año en el que desapareció un humilde mito de las carreteras. Un modelo lento pero servicial, carente de lujos pero muy práctico, capaz de llevar de viaje a cuatro adultos con el zumbido de fondo de su característico motor de dos tiempos. Hubo tres variantes (sedán, familiar y descapotable), cuatro generaciones y más de tres millones de unidades salidas de fábrica durante sus 34 años. Una vida que corrió casi en paralelo a la del muro de Berlín, que precisamente celebra estos días el 25 aniversario de su caída.