
Entre los compromisos adquiridos por el Gobierno español con la Unión Europea destaca el de realizar una reforma procompetitiva de los servicios profesionales, incluida en el Programa Nacional de Reformas, Estrategia Española de Política Económica.
Esto exige la revisión de todos los ordenamientos profesionales con el objeto de derogar las restricciones innecesarias y desproporcionadas al acceso y al ejercicio de la actividad, lo que se pretende resolver a través de la futura Ley de Servicios y Colegios Profesionales, de la que al final de la legislatura sólo existe un anteproyecto aprobado, pese a que el propio Gobierno vincule esta reforma al crecimiento del empleo y hasta 1 punto porcentual del PIB.
Si bien el anteproyecto recoge los principios básicos de la libre competencia, ya amparados por la Ley Paraguas de 2007, no deroga expresamente las normas contrarias que se hallan en los vetustos estatutos profesionales vigentes.
Su imprescindible adaptación se confía a una Comisión de Reforma que estaría facultada, esto es sin obligación alguna, a realizar "una evaluación de las restricciones de acceso y de ejercicio existentes a la entrada en vigor de la ley, pudiendo presentar propuestas de modificaciones de las mismas al Gobierno" (Disposición Adicional Novena).
En esos términos, es obvio que no se producirá ningún avance sustancial hacia la necesaria liberalización del sistema, y menos aún el augurado crecimiento económico, lo que ha sido reprochado por la propia Comisión Europea que está llamada a velar por el cumplimiento del programa de reformas.
En efecto, el anteproyecto entraña un llamativo vulnus a la implantación de la competencia por su Disposición Adicional Séptima, que apartándose de versiones anteriores que se referían expresamente a "notarios y registradores de la Propiedad", lo hace en su última redacción a los "empleados públicos", con el único fin de exceptuar el acceso y ejercicio de estas profesiones de los principios de la ley, según se interpreta también por el Consejo de Estado.
Dejando al margen a los registradores de la propiedad, quienes son los únicos profesionales que ejercen en régimen de monopolio, cuando en el resto de Europa son funcionarios públicos a sueldo del Estado, merece la pena detenerse en la figura del notario, ya que su calificación estatutaria de funcionario público ha sido definitivamente desmentida por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) en la célebre sentencia de 24 de mayo de 2011, que ha declarado con la mayor rotundidad que todas las actividades realizadas por el llamado notario latino, que es también el modelo español, no tienen relación alguna con el ejercicio del poder público, ni siquiera de forma ocasional.
Solventada por el TJUE la ambigüedad que desde antaño rodeaba la profesión notarial, esta se encuadra en el seno de las profesiones liberales sin más .-artículo 57.1.d del Tratado del Funcionamiento de la Unión europea-, lo que supone la plena sujeción a las normas sobre competencia del Tratado del Funcionamiento de la Unión europea al igual que el resto de profesiones reguladas.
Ahora no cabe ya utilizar el débil pretexto de su vacía definición estatutaria para exceptuar del proceso de reforma una ley, la de notariado, que se remonta a 1862, y que está fundamentalmente encaminada a tutelar la rentabilidad del prestador a través de múltiples barreras al acceso y al ejercicio de la profesión que falsean la competencia en el mercado de los servicios notariales. Muy al contrario, procede replantear su marco regulador con el fin de asegurar a empresas y particulares, en tanto que usuarios, de recabarlos en condiciones de competencia efectiva, gozando de libertad de elección en el ámbito de una oferta plural y diferenciada.
Para ello, el legislador español podría optar por un sistema mixto, en el que los actos hoy intervenidos por los notarios se realicen también por los abogados, quienes garantizarían una oferta profesional en régimen de libre competencia, al gozar -a diferencia de los primeros- de la plena libertad de prestación de servicios en el mercado común.
Otra vía posible, que sería la deseable, consistiría en mantener la reserva de actividad a los notarios para al otorgamiento de actos fehacientes, pero con el pleno sometimiento de la profesión a la futura Ley de Servicios, lo que conlleva la derogación de las barreras anticompetitivas que impiden el desarrollo de un adecuado marco de competencia entre notarios: la oposición pública y la fragmentación del mercado en distritos de notariado.
La primera, absurda para todo prestador de servicios, es una barrera desproporcionada que excede cualquier objetivo legítimo, al restringir la entrada de nuevos profesionales en el mercado dentro de un exiguo número de plazas reservadas, cuando bastaría con un examen de capacitación anual y habilitante para todo el territorio nacional a efectos de garantizar el nivel de formación mínima de un notario.
La segunda es una restricción prohibida por el Tratado del Funcionamiento de la Unión europea que vulnera a la vez el principio de libre prestación de servicios y la libertad de establecimiento del prestador, al acotar sus competencias dentro de un distrito y fijar de imperio su residencia.
Huelga decir que ello sólo sirve para asegurar a todo notario cierta clientela sin necesidad de competir con los demás y no para distribuir el servicio en zonas poco atractivas, ya que de ser así no se justificaría acotar ámbitos geográficos donde no existe el peligro de una oferta insuficiente, como por ejemplo en Madrid.
En definitiva, respecto al proceso de liberalización que sirve para reactivar el crecimiento en el país tampoco el notariado se puede apartar, pues en vez de ejercer su poderoso lobby para aplazar su inevitable reforma tiene que asumir este reto colaborando de forma positiva en la implantación de la competencia en el sector, so pena de extinguirse.
Por María Montoro Sánchez. Abogada