Opinión

En el nombre del contribuyente

El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, debe de creer que las promesas están para incumplirlas. Al comienzo de la pasada legislatura subió los impuestos, pese a que el presidente había prometido no hacerlo, y lo ha vuelto a repetir ahora. La excusa es que sólo se incrementan para las grandes empresas y no toca ni IRPF ni IVA, los que más afectan directamente a los particulares.

Es cierto que las grandes corporaciones tributan muy poco por término medio, alrededor del 7 o el 8 por ciento. Pero se debe a las deducciones, sobre todo por las pérdidas acumuladas durante los años de crisis. Una circunstancia que Montoro no supo prever. Y como lo calculó mal, ahora las suprime de un plumazo y obliga a adelantar el pago de Sociedades.

La otra fuente de tribulación en Hacienda es el déficit de la Seguridad Social, que este año camina hacia el 1,6 por ciento del PIB debido a la precariedad del empleo y la conversión de un mecanismo temporal, como la tarifa plana para autónomos y micropymes, en perenne para ganarse el apoyo del líder de Ciudadanos, Albert Rivera. Un gran motivo... electoral.

Desde la Comisión del Pacto de Toledo se recomienda separar las fuentes de financiación de las pensiones por viudedad y orfandad, así como de incapacidad, que cuestan unos 20.000 millones anuales. Un noble propósito que no tiene fecha. ¿Por qué? Porque habría que sufragarlo con cargo a los Presupuestos del Estado y elevaría el déficit.

Como el Gobierno no tiene voluntad alguna de seguir con los ajustes, se opta por lo más fácil: subir los impuestos. Así, la cotización máxima se incrementará desde marzo el 3 por ciento y el Ministerio de Empleo amenaza con elevarla hasta el 10 por ciento en la legislatura. Las mínimas también subirán gracias al incremento del 8 por ciento en el Salario Mínimo, aunque se quiera hacer ver lo contrario.

El resultado es que, en pleno ascenso de la presión fiscal a las empresas, se acomete un alza del coste del empleo, con el consiguiente deterioro de la competitividad.

¿Van a limitar estas medidas la actividad económica? Si es así, ¿por qué el Gobierno mantiene en torno a medio millón la creación de empleo anual hasta 2020 y, además, mejora unas décimas, hasta el 2,5 por ciento, el crecimiento previsto para 2017?

Aunque el papel lo aguante todo, el optimismo oficial se basa en la inercia generada en los dos últimos años, en los que se creció por encima del 3 por ciento. Además, como certificó esta semana el Banco Central Europeo (BCE), volveremos a una cifra de inflación del 1,3 por ciento de media en la UE, lo que significa que al crecimiento nominal de la economía española el próximo año (2,5 por ciento) habría que sumar la inflación, lo que nos llevaría a un crecimiento real del 3,8 por ciento.

Si damos por bueno que los ingresos fiscales del Estado crecen de manera proporcional a la actividad del país, se produciría un incremento recaudatorio próximo al 4 por ciento. Aunque en la práctica sea inferior, es comprensible que el Gobierno se sienta como Superman después de enfundarse el traje de neopreno con respecto a los próximos doce meses. Eso sí, no se engañen, todo se hará en nombre del contribuyente.

Montoro, investido de socialdemócrata, se dedicará luego a redistribuir los ingresos fiscales entre sus millones de feligreses, en forma de rentas básicas o de pensiones. La pena es que el cuento no tiene un final feliz. El problema vendrá en un par de años, cuando la economía vaya perdiendo fuelle.

Salvando las diferencias ideológicas y de otro tipo, el esquema retributivo aplicado por el Gobierno de Rajoy es el mismo que el de Puigdemont, coaligado con los radicales de izquierda de las CUP para poder sacar adelante los presupuestos catalanes. Una fuerte subida de impuestos a los ricos para dárselo a los pobres, al más puro estilo Robin Hood de los bosques.

Todo será una gran mentira, naturalmente, porque el dinero se malgastará en sufragar embajadas inservibles, la desmesurada red de televisiones públicas catalanas o en una réplica de la Agencia Tributaria, que sale por un ojo de la cara. La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría hace muy bien en abrir despacho en Barcelona. Trabajo no le va a faltar en los próximos meses.

Después de todo, tenemos que estar contentos, porque España, según la versión oficial, es una isla de estabilidad frente a Europa. Y no les falta razón comparado con Italia. El país transalpino lleva camino de transformarse en un polvorín que prenda la mecha de la dinamita del euro.

El avance de los populismos tanto a izquierda como a derecha es preocupante. Ahí van algunas perlas sacadas de la Oficina de Estadística de la UE. Italia es el país con menos apego a la moneda única, que defiende por un escaso margen el 55 por ciento de la población, frente al 45 por ciento que estaría dispuesta a largarse. Igual ocurre con la inmigración, que acapara más del 60 por ciento de rechazo, debido a la incesante llegada de pateras precedentes del norte africano. Ello explica que, sumados los apoyos del movimiento Cinco Estrellas y de la xenófoba Liga Norte, den una mayoría suficiente para gobernar. Afortunadamente, no se ponen de acuerdo. Con este panorama, lo único que pueden hacer Renzi o su sucesor es retrasar el mecanismo del Big Bang, que se producirá tarde o temprano.

En Francia, el Frente Nacional de Marie Le Pen es también el más votado. Pero todos confiamos en que salga derrotada en la segunda vuelta de los comicios, al cosechar el rechazo unánime de los demás partidos.

Merkel se presenta por tercera vez a su reelección como canciller, pese a sus bajas cotas de popularidad, porque un nuevo candidato sería demasiado arriesgado. El presidente del BCE, Mario Draghi, salió esta semana al rescate de Europa al anunciar el fin del dinero barato, que está sirviendo de caldo de cultivo de las formaciones ultraderechistas del Norte para arremeter contra el Sur y favorecer la ruptura del euro.

De momento, el manguerazo del BCE ha servido para alejarnos un poco del precipicio. Pero no se fíen, porque hay países como Italia, España o Portugal condenados a bajas tasas de crecimiento, salarios ínfimos y auge del populismo. El primer interesado en empujarnos al averno es el futuro mandatario estadounidense, Donald Trump. Su política, opuesta a la europea, con una bajada de impuestos histórica, disparará el déficit y la deuda americana. El dólar necesita quitarse un competidor molesto como el euro para atraer más capitales, como moneda de reserva para financiar los desmanes de las autoridades estadounidenses. Esa es la próxima batalla, aunque todavía sea ciencia ficción.

El populismo conecta con la población gracias a que su filosofía de vida promueve una redistribución de la riqueza. Los periodos populistas suelen preceder, sin embargo, a las grandes crisis, porque el incremento de los impuestos frena el desarrollo económico y acaba por destruir el empleo y el bienestar que predican. En esta definición empiezan a encajar desde el partido de Pablo Iglesias o Puigdemont al de Mariano Rajoy.

PD. El futuro presidente del Popular, Emilio Saracho, todavía no ha aterrizado por la entidad financiera con sede en la madrileña calle de Ortega y Gasset. Por lo menos, de manera oficial. Saracho se mantiene en contacto con sus actuales dirigentes y colabora en lo que puede. Pero hasta sus amigos íntimos empiezan a dudar que tenga claro un plan para atacar los problemas.

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