
Draghi sí tiene un plan, pero espera qu esólo con anunciarlo evite tener que aplicarlo.
Qué agradable sería volver alegremente de las vacaciones de verano, prediciendo que ha terminado la crisis económica, que todas las recuperaciones están en camino, que el Banco Central Europeo nos ha salvado a todos del colapso del euro, que cuando pasen las elecciones de Estados Unidos se dispersará la niebla por allí, y que la brillante fórmula de David Cameron de nueva ampliación en todos los jardines iniciará una nueva era de prosperidad para todos nosotros los británicos. Sólo tiene una pega. Los lectores llamarían a los de las batas blancas para que se me llevaran, en la creencia de que me he vuelto loco.
Y tendrían razón. Lamentablemente, no hay nada en el temprano aire otoñal, ni siquiera en las mejores cifras de producción industrial de Gran Bretaña correspondientes a julio, que pueda respaldar dicho optimismo. Las cosas siguen pintando tambaleantes, liadas y algo depresivas. Y, lo que es más, hay una cosa que tener en cuenta: una sorprendente suerte de unidad entre los Gobiernos occidentales. Ninguno de ellos sabe qué hacer. Todos siguen el principio del gran Micawber: esperar que algo surja.
Al fin y al cabo, ése fue el principal mensaje de los discursos en la Convención Demócrata Nacional por parte del expresidente Bill Clinton y de quien espera ser reelegido, el presidente Barack Obama. La recuperación está en camino, afirmó el señor Clinton; simplemente lo que pasa es que todavía no la notan, como efectivamente mostraron las decepcionantes cifras de creación de empleo correspondientes a agosto publicadas un par de días después. Al señor Obama se le dio fenomenal satirizar a sus contrincantes republicanos por no ver jamás ningún problema cuya solución no sea un recorte fiscal, pero estuvo poco convincente a la hora de presentar sus propios planes de trabajo.
También ha sido el mensaje subyacente del presunto paquete de crecimiento del Ejecutivo británico. Si lo mejor que se les ha ocurrido es una revisión de las normas de planificación para explotar la demanda de nueva vivienda y ampliaciones residenciales que anteriormente había pasado inadvertida, así como la revisión de la infraestructura de transporte que declarar en algún momento del futuro lejano, es que está claro que los señores Cameron y Osborne no saben qué hacer, aparte de esperar a ver qué pasa.
Hay que reconocer que Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo (BCE), sí tiene un plan y, a la astuta manera de los responsables de los bancos centrales, espera que simplemente por anunciarlo podrá evitar tener que implementarlo efectivamente. Al estar dispuesto por fin a comprar cantidades ilimitadas de bonos del Estado español e italiano, para impedir que sus costes de financiación sigan disparándose, espera que el mercado decida que no sea necesario hacerlo nunca jamás.
Podría tener razón, y se trata de un desarrollo verdaderamente importante: el BCE ha circunvalado las objeciones alemanas para convertirse en lo que anteriormente dijo que no debía ser; es decir, un prestamista de último recurso para la zona euro.
Y gracias a este paso ha iniciado, sigilosamente, el proceso de convertir al euro de una moneda regida por normas y obligaciones nacionales hacia una moneda que conlleva responsabilidad mutua por la deuda y un mayor control central.
No obstante, como Draghi admitiría, no es una solución para la crisis del euro, porque eso no está dentro de sus competencias; se trata de una red de seguridad mucho más fuerte que reduce la probabilidad de que todo el sistema se venga abajo. No hace nada para abordar los tres problemas principales de la moneda: que mientras Grecia siga siendo miembro las normas y la credibilidad del euro se verán socavadas; que, aunque hace falta una unión política, o al menos una mayor soberanía compartida, la política de los principales países del euro se mueve en la dirección opuesta; y que las normas y la política económica orientadas exclusivamente hacia la austeridad están agudizando las recesiones y produciendo una mayor alienación política.
Es sobre estos problemas sobre los que los Gobiernos europeos no tienen un plan. Esperan a ver si aparece algo: que las elecciones muestren que Holanda favorece el euro y coopera sobre los rescates; que más adelante este mismo mes se verá que Grecia cumple milagrosamente sus compromisos fiscales y de reforma; y que en algún momento posterior de este año, las economías de la zona euro mostrarán señales de reavivación, calmando con ello la febril política de Italia, España y otros países.
Bueno, si lo pienso otra vez resulta un poco injusto. Los Ejecutivos europeos sí que tienen planes. Lo que pasa es que no están de acuerdo: Alemania quiere aferrarse a la austeridad fiscal evitando al mismo tiempo la mutualización de la deuda hasta que el sueño de la unión política se haya hecho realidad; Francia, respaldada por Italia y España, quiere primero la mutualización, en la espera de que la unión política pueda evitarse o que sus votantes lleguen a aceptarla en tiempos económicamente más alegres; y otros ciudadanos del norte de Europa, especialmente los finlandeses, simplemente no quieren soltar más dinero para rescates.
Nada nuevo en este frente. Y cierto es que solemos esperar demasiado de los gobiernos y del legendario liderazgo que nosotros -en especial los poco regios nosotros, miembros de los medios de comunicación- constantemente reclamamos. Lo que tenemos en mente es que los gobiernos son como capitanes de barco, que controlan los motores y el timón, o quizá como Neil Armstrong, audaces para asumir los mandos y aterrizar en emocionantes y nuevos lugares.
La realidad es completamente distinta, con conjeturas, herramientas rudimentarias y engañosos paneles de instrumentos. A veces, hacer relativamente poco y esperar que algo aparezca tiene más sentido que ser hiperactivo.
El problema es que no parece que éste sea ese tipo de momento. Y los Gobiernos, en especial en Europa, no están de brazos cruzados: están empeorando las cosas aferrándose obsesivamente a la austeridad fiscal cuando el principal problema es la falta de demanda y la excesiva confianza en la política monetaria cuando la cautela corporativa y los estresados sistemas financieros la han hecho cada vez menos efectiva.
Como nuestros Gobiernos, podemos y probablemente deberíamos esperar que la recuperación llegue por voluntad propia. Pero este otoño, lo más importante que tenemos que hacer es buscar señales de si los problemas se están resolviendo o si están empeorando. Esto incluye si la zona euro termina por aclararse de qué hacer con Grecia; si la política en las grandes naciones deudoras, como Italia, donde las elecciones son inminentes, se vuelve dramáticamente contra el euro; si los países que tienen unos costes de endeudamiento baratísimos, incluidos Gran Bretaña y Alemania, muestran signos de aflojamiento de sus cinturones fiscales para apoyar la demanda, o al menos hacen que deje de seguir cayendo; y si las elecciones estadounidenses de noviembre producen el resultado menos importante e improbable de un presidente decisivo, sino algo más vital, como es un Congreso capaz de tomar decisiones. Crucemos los dedos.