Este mundo es distinto al que modelizó Keynes y que inspira a grandes economistas que ni lo entienden ni resuelven, como los premios nobel Krugman y Stiglitz.
Los Reyes Magos nos han traído un Gobierno nuevo con mayoría absoluta, un programa de ajuste fiscal que sorprende por su intensidad, subidas imprevistas de impuestos directos, disciplina presupuestaria reforzada para las comunidades autónomas bajo el modelo del nuevo pacto de estabilidad europeo y una reducción sin precedentes de las empresas públicas y organismos autónomos en todas las Administraciones Públicas. Y todo ello no ha servido para nada. Ni para reducir el diferencial de la deuda, ni para animar las bolsas. Vaya fiasco. O quizás no tanto, porque la crisis europea sigue su curso, con Grecia dando nuevos avisos de que puede acabar abandonando el euro y con Portugal luchando por no tener que reestructurar, porque los inversores alimentan dudas de que la magnitud del ajuste fiscal necesario en España e Italia sea políticamente sostenible y porque las perspectivas de crecimiento global se deterioran y sólo la recuperación de Estados Unidos puede acabar con la amenaza de depresión. O simplemente porque recuperar la credibilidad lleva mucho tiempo y mucho esfuerzo y acabamos de empezar a actuar responsablemente.
En ese contexto, cobran fuerza las voces políticas y económicas que nos arrullan con los cantos de sirena de un camino fácil y posible si sólo superáramos la obsesión por la austeridad, si sólo nos abandonáramos a la expansión monetaria y fiscal. Parece mentira que seamos tan obcecados, tan ignorantes y tan calvinistas que estemos dispuestos a castigarnos tanto solamente para expiar unos pequeños excesos en los años de crecimiento y prosperidad. Parece una carta a los Reyes Magos, una carta habitual en los países siempre emergentes y condenados al populismo económico.
Y, sin embargo, son casi legión los que creen en ella, capitaneados intelectualmente por dos premios Nobel, nada menos, Krugman y Stiglitz. Aunque esos mismos creyentes no quieran ni oír hablar de su profecía de que el euro no sobrevivirá a esta crisis.
EEUU, Reino Unido y España han experimentado con déficit públicos superiores al 8 por ciento del PIB, una cifra que Keynes jamás hubiera soñado ni deseado, cosa que a menudo olvidamos, como si los niveles absolutos no fueran importantes, pero lo son porque hay que financiarlos.
Se habla mucho de recortes y de una cierta obsesión por consolidar las cuentas públicas. Pero lo cierto es que, por ejemplo en España, conocido el saldo casi final del año 2011, el déficit sólo se habrá reducido un punto del PIB. Como la economía ha vuelto a caer en recesión ?quizás precisamente porque el déficit sigue fuera de control y ha provocado una completa sequía de financiación externa agravando la restricción del crédito? hay quien pide a gritos una nueva expansión fiscal. Hay muchas variantes en esta escuela de keynesianos tardíos: desde los que, como los socialistas meridionales, solicitan ahora alargar unos años el periodo de consolidación fiscal en Europa, tratando a los electores y a los inversores como menores de edad ?como fumadores que prometen que lo dejarán mañana?, hasta los que abjuran de la estabilidad presupuestaria como una obsesión de la derecha reaccionaria para acabar con el Estado del Bienestar, pasando por los que reclaman simplemente un poco de más gasto público para aliviar la transición a ese estado futuro de probidad.
Y todas ellas están equivocadas, porque no se trata sólo de una crisis fiscal más omenos profunda, sino de una nueva realidad, de un nuevo escenario, de un subproducto no suficientemente comprendido de la globalización.
Los volúmenes de déficit y, sobre todo, de deuda pública en el Atlántico Norte están en niveles nunca alcanzados en tiempo de paz. Niveles que no eran problema mientras los flujos internacionales de capital estaban también en máximos y el sistema financiero aparentaba poder intermediar con seguridad y solvencia todos esos dineros. Pero la crisis financiera ha mermado seriamente la credibilidad de los bancos en Europa y Estados Unidos, y el bucle crisis bancaria-crisis soberana ha lastrado las calificaciones de los emisores públicos. Ya no quedan activos seguros; desde luego no lo es el bono americano, que ha perdido su triple A por el impasse político; ni el francés, que está a punto de imitarle por el coste de sus compromisos europeos. Esa pérdida de interés, ese castigo a la credibilidad, ha obligadoa reducir los niveles de déficit públicos en los países industrializados, simplemente porque su financiación ya no es tan atractiva para el inversor.
Recordemos la paradoja de Greenspan. Contrariamente a lo que predice la economía clásica, el ahorro de los países emergentes financia la inversión y el consumo en los países ricos. Fue su sucesor en la Reserva Federal el que ofreció la explicación a esa anomalía, la solución Bernanke resalta que es la calidad institucional de los mercados de capitales en los países desarrollados la que explica ese movimiento de capitales aparentemente contra natura. La crisis de las subprime y del euro han roto esa anomalía, y la han roto definitivamente.
La excepcionalidad occidental se ha acabado. La posibilidad de la que han disfrutado durante casi un siglo los países del Atlántico Norte de evadirse de la restricción externa se ha esfumado. La particularidad de que siempre había gente en el mundo dispuesta a invertir en los países industrializados, a prestarles dinero en cuantía ilimitada, se ha terminado. Es otra consecuencia más de la globalización. Nunca pensé que escribiría esto, pero ni Krugman ni Stiglitz parecen entenderlo. El mundo del siglo XXI no se parece en nada al que modelizó Keynes ni al que ellos tienen en mente. A los países industrializados también se les empieza a aplicar la maldición del pecado original, que decía Hausmann, los límites del 90 por ciento de deuda que sostienen Rogoff y Reinhart y hasta el límite del 3 por ciento de los déficit gemelos, público y externo, que escribía Dornbusch. Conviene entenderlo bien porque estamos ante un nuevo escenario que ni siquiera algunos grandes economistas pueden entender. Por eso, y no por pedantería, me he sentido obligado a citar a otros grandes.