Opinión

Lorenzo B. Quirós: La crisis de Grecia y el futuro de la moneda única

L a crisis griega tiene serias posibilidades de comprometer el futuro de la Unión Económica Monetaria Europea. Su impacto desestabilizador sobre la economía y las finanzas de la UEM es la materialización de las críticas formuladas por los euroescépticos en el debate de finales de los años 80 y primeros de los 90 sobre los costes y beneficios de la introducción de una moneda única.

Por un lado, la instrumentación de una política monetaria común para economías con estructuras y posiciones cíclicas diferentes en un entorno, como el europeo, de escasa movilidad del factor trabajo, se traduciría en la generación de serios desequilibrios en las fases altas del ciclo, por ejemplo burbujas de activos y pérdidas de competitividad, que sólo sería posible corregir en las etapas bajistas a un elevado coste social y económico.

Por otro, la ausencia de una política fiscal centralizada imposibilitaba que se amortiguase mediante transferencias de renta los shocks asimétricos a los que se puedan enfrentar las economías integradas en una unión monetaria. En suma, Europa no era un área monetaria óptima y, en consecuencia, era un error adoptar una divisa común.

Euroescepticismo

La situación actual de la eurozona es la contrastación empírica de la crítica euroescéptica. Los países de la periferia incurrieron en un alto endeudamiento del sector privado durante la fase expansiva, alimentado por una política de dinero barato, acumularon una creciente pérdida de competitividad y, cuando llegó la crisis, se embarcaron en estrategias fiscales expansivas para reactivar la demanda y/o para evitar la bancarrota de sus sistemas bancarios. Ahora, sin poder devaluar no tienen posibilidades de mejorar su posición competitiva y crecer.

En consecuencia, carecen de la capacidad de generar los ingresos necesarios para pagar sus deudas.

En este contexto, la alternativa de la devaluación interna, esto es, de una caída de los precios y salarios domésticos durante el período necesario para restaurar su competitividad es una terapia larga y dolorosa, y la rápida reducción del trinomio gasto-déficit-deuda no basta para relanzar la actividad cuando el canal del crédito está obturado. Aunque necesarias, tampoco son suficientes las reformas estructurales. Las políticas de oferta tardan tiempo en surtir efecto. El final de la película es la amenaza de default.

En términos estilizados, y con diferente gradación, ésta es la situación de los países de la periferia europea: Grecia, Irlanda, Portugal, España y, si la tendencia no se invierte, de Bélgica e Italia. El armazón institucional de la unión monetaria no ha resistido una perturbación económico-financiera como la que se desencadenó a raíz de la crisis de las subprime en el verano de 2007.

Los mecanismos arbitrados hasta el momento para evitar la bancarrota de Grecia, de Irlanda y, hasta ahora, de Portugal -los famosos rescates- no han funcionado y sólo han contribuido a agrandar el problema y a elevar el riesgo sistémico. Guste o no, los rescatados no tenían ni tienen un problema de liquidez, sino de solvencia, y por tanto no tienen capacidad para hacer frente a sus obligaciones ni la van a tener. Ante este panorama, o se arbitra otro tipo de soluciones o la unión monetaria tiene altas posibilidades de saltar en pedazos.

En las actuales circunstancias, caben dos opciones. La primera es que los grandes Estados de la UEM, sobre todo Alemania, acepten convertirse en los prestamistas de última instancia de la eurozona. Esto supone asumir el compromiso de realizar transferencias de renta a los países con dificultades y/o convertirse en sus avalistas en un mercado de bonos europeo cuando sea preciso. En la práctica, esto equivale a suponer que los costes para Berlín de una ruptura del euro son superiores a los que le reporta el mantenimiento de la moneda única.

Con independencia del espíritu filantrópico de la patria de Goethe, e incluso considerando que esas modalidades de ayuda incorporasen una fuerte condicionalidad, es impensable que Alemania -su opinión pública- esté dispuesta a desempeñar ese papel. De hecho, se ha convertido en el país más euroescéptico de la Unión. Por otra parte, las ayudas unidas a la condicionalidad ya se han aplicado a Grecia e Irlanda con resultados desalentadores. En esta situación, quizá Alemania prefiera socorrer directamente a sus bancos en vez de hacerlo por la vía indirecta socorriendo a Grecia, Irlanda, Portugal y los que vengan...

Reestructuración

La segunda alternativa incorpora a las sabidas iniciativas de consolidación presupuestaria y de introducción de reformas estructurales un elemento crucial: la reestructuración de la deuda. Dentro de las diversas posibilidades que ese término incluye, y sin renunciar a ellas (extensión de los plazos de devolución o reducción de los tipos de interés de la deuda), la aplicación de una quita -esto es, de una reducción del principal- constituye no sólo una medida imprescindible, sino además justa.

En los malos tiempos, los acreedores han de soportar pérdidas, del mismo modo que en los buenos obtuvieron pingües beneficios. Ésta es la lógica del capitalismo y, a diferencia de lo sostenido por el Banco Central Europeo, no tiene por qué tener un efecto demoledor sobre la estabilidad de la eurozona, entre otras cosas, porque la actual tesitura europea conduce o bien a una reestructuración ordenada y pactada de la deuda o bien a la default. No existe precedente histórico de crisis de deuda que se haya saldado sin bancarrota en ausencia de una quita.

A pesar de las cautelas del BCE, los acreedores se beneficiarían de la reestructuración por dos vías. En primer lugar, una quita pactada con los deudores elimina, o al menos hace disminuir de manera drástica, la incertidumbre. Conforme se restaura la confianza, la inversión privada tenderá a aumentar, la fuga de capitales a disminuir y los precios de la deuda en el mercado secundario crecerán.

En este escenario, la ayuda exterior sí resulta efectiva, porque fortalece la voluntad y la capacidad de pago de los deudores. Al mismo tiempo, ese movimiento facilita enormemente la política de estabilidad presupuestaria y de reformas estructurales impulsada por los gobiernos. Los acreedores no cobrarán nunca si sus deudores quiebran, y eso sí resultaría desestabilizador para el conjunto de la UEM.

Los temores sobre la suspensión de pagos de Grecia son sólo la punta del iceberg, esto es, el temor a que una solución fallida a la crisis de deuda griega se repita en el caso de otros Estados con problemas. Desde esta perspectiva, Atenas es un test capital para intuir cuál será el futuro del euro. Si los gobiernos del Viejo Continente no aciertan a dar una respuesta creíble y definitiva a cómo se solventan las crisis de deuda en una unión monetaria, el horizonte se perfila negro.

Lorenzo B. Quirós, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.

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