Confianza, dice el diccionario de la Real Academia en las dos primeras acepciones, es la esperanza firme que se tiene de alguien o algo, incluso de uno mismo.
Cuando ese alguien o algo tiene autoridad suficiente para alterar las variables que enmarcan la actuación de personas o empresas, como ocurre con las autoridades ministeriales o el Gobierno, sus actuaciones y recomendaciones influyen decisivamente en las decisiones de invertir y contratar, con lo que inciden directamente en la actividad económica.
Consecuencias del comportamiento
De este modo, si su comportamiento es coherente con sus planteamientos y con las necesidades del momento, aceleran la toma de decisiones privadas. En caso contrario, la cautela se extrema, todo parece tener un riesgo excesivo, se exigen salvaguardias, se refuerzan las garantías, el crédito mengua y se encarece.
La confianza no suele ser eterna ni ciega, sino cauta y sujeta a reconsideración una y otra vez. Es un valor difícil de conseguir, fácil de perder y, una vez que ha fallado, su recuperación requiere una dedicación y un esfuerzo intenso, prolongado, casi heroico.
En los países donde el cumplimiento de la palabra y los contratos son habituales, hay más facilidad para obtener acuerdos, el coste de la negociación y la plasmación de los compromisos y obligaciones es rápido y barato, al contrario de lo que ocurre donde la palabra carece de valor y los acuerdos escritos están sometidos a modificaciones continuas e imprevisibles, por lo que se evitan.
El cambio de opinión materializado en la anulación de decisiones previas, la alteración reiterada de planteamientos y, especialmente, la incoherencia que lleva a tratar de forma desigual situaciones semejantes o que se contradice con los principios que se alegan y la ductilidad extrema ante algunas presiones, son tan perniciosas como la obstinación en mantener un rumbo manifiestamente erróneo. Aún es peor la combinación reiterada de ambas actitudes, perjudiciales tanto para los decisores como para los terceros afectados, que es el país entero cuando no sabe a qué atenerse.
En 1995 aparecieron, con poca diferencia, dos libros sobre el tema, el de Francis Fukuyama (Trust. Las virtudes sociales y la creación de la prosperidad) y el de Alain Peyrefitte (La sociedad de la confianza). Ambos resaltan que la mentalidad y los valores, la responsabilidad, la innovación y la creatividad son el fundamento de la actividad productiva, a la que anteceden y que sin ellos desaparece. También insisten en la división de funciones y en que cada estrato se centre en lo que le es propio.
Peyrefitte menciona que la empresa es la institución capital del desarrollo pero "a pesar de constituir una unidad de acción económica ha recibido el legado de una misión social, como si fuera responsable del destino de todos sus asalariados". Valora que es una vuelta atrás hacia la sociedad agrícola tradicional en la que lo social y lo económico son indisociables, donde el paternalismo se plasma en asumir la cuestión social. Esos temas volvieron junto con la primacía del reparto respecto a la creación, los derechos sin contrapartida, la subvención de actividades irrelevantes y discutibles, así como con la ampliación de las diferentes administraciones públicas que, con honrosas excepciones, crecen en tamaño y descrédito.
Hay medios de recuperar la confianza y, con ella, las ventajas que aporta. Lo hecho con la banca puede extenderse a otros ámbitos si se comienza explicando los errores en que se ha incurrido, el razonamiento que llevó a prácticas inadecuadas, el aprendizaje posterior y la rectificación pertinente. El criterio de mantenella y no enmendalla podía ser útil cuando la información era muy limitada.
Pasos a seguir
Hoy, el reconocimiento de errores y fallos evidencia sinceridad, propósito de cambio y sometimiento a evaluación posterior, pero, sobre todo, seguridad en el cambio y confianza en uno mismo, que es el primer paso para ganar la de terceros. Si se apoya en normas claras que arreglan situaciones insoportables y discriminatorias mantenidas durante décadas se ha dado el primer paso en la buena vía.
El segundo paso es la sobriedad, que no sólo es necesaria en una situación tensa, sino que siempre es un valor cuando se trata de recursos públicos que conviene no dilapidar ni ofrecer sin contrapartidas, para evitar que se convierta en terreno abonado para el oportunismo.
El tercero es el compromiso de regular poco, bien y con expectativa de consolidación de las normas que deben respetarse sin recurso a vías retorcidas para beneficiar a unos u otros grupos.
El cuarto es el ejemplo, iniciando la vía que lleve a una Administración a que sea mejor y menor... Puede ampliarse la lista, pero el eje es que el conocimiento de todos es mayor que el de los sabios, el partido o la Administración y debe darse libertad a las iniciativas individuales para que las ideas y acciones de todos redunden en beneficios para el conjunto.
Cuando se adopta el rumbo apropiado viene la recuperación. Se ha hablado mucho de la Gran Depresión. Hay quien sigue diciendo que fue el rearme para entrar en la II Guerra Mundial lo que llevó a la vuelta al empleo.
Otros economistas, como Robert Higgs y Burton W. Folsom consideran que la recuperación derivó de la reducción de impuestos confiscatorios, cuando en 1945 y 1946 se redujeron los impuestos sobre los beneficios empresariales y sobre la renta de las personas físicas que se habían mantenido desde 1920 en los niveles más elevados. El estímulo apropiado es un buen complemento a la confianza que, como subtitula Stephen M. R. Covey uno de sus libros, "es el valor que lo cambia todo".
Joaquín Trigo Portela, director ejecutivo. Fomento del Trabajo Nacional.