El mercado ha decidido llevar al límite a la economía griega. Después de que Alemania se negase a un rescate contundente y que el Gobierno heleno no haya conseguido trazar una hoja de ruta creíble, ha ocurrido lo de siempre. Es decir, un caso clásico de Estado a punto de quebrar, como sucedió en Méjico en 1995, en Corea en 1997, en Rusia en 1998 y Argentina en 2001.
Los ciudadanos se han preocupado por la frágil salud de sus bancos que tienen demasiado invertido en deuda pública patria; así que han empezado a retirar fondos en masa. Este fenómeno se combina con la descapitalización en bolsa y la falta de crédito para dejar a las entidades en una situación muy precaria. Tanto que se han visto obligadas a solicitar más ayudas al Ejecutivo griego. Y estas noticias han terminado por elevar el tipo de interés requerido para los bonos emitidos por Atenas hasta superar el 7 por ciento.
Tal rendimiento resulta insostenible para cualquiera, y los helenos necesitan ingresar 35.000 millones por bonos en este año. Pueden considerar cercana la posibilidad del impago.
Y con el gran inconveniente de que Grecia no puede devaluar su divisa: incluso si ponen en práctica un plan de ajuste, en estas condiciones lo más probable es que sufra el clásico proceso de recortes sucesivos de precios para recobrar competitividad que, al final, conduce a la deflación y, en esa espiral viciosa, la depresión consiguiente nunca permitirá crecer para abonar la deuda. De momento, los inversores apuestan por que Alemania o el FMI respalden a Atenas. Berlín debe medir las consecuencias. En las ruinas griegas apenas quedan pilares.