
ronto se cumplen tres años desde que entró en vigor la Reforma Laboral aprobada esencialmente con el fin de facilitar la adaptación de las empresas al contexto de crisis económico-financiera que vivimos desde finales de la primera década de este siglo. Por tanto, éste es un buen momento para pararnos a reflexionar sobre la evolución de la postura que han mantenido nuestros tribunales frente a la pretendida flexibilización del despido por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción.
En un primer momento, cuando los empresarios más voluntaristas creyeron que la Reforma Laboral había abierto la veda al despido sin causa ni formalidades, los magistrados de lo social se vieron obligados a poner freno a un aluvión de despidos indiscriminados, ejerciendo en buena medida una labor didáctica, no sólo a través de sus pronunciamientos sino también mediante su participación en charlas en muy distintos foros. Se encargaron de recordar a la ciudadanía de que la regulación del despido individual y colectivo resultante de la reforma aún mantenía muchos límites y requisitos, no sólo conceptuales sino también rituales, que deben ser respetados escrupulosamente para poder ejercer la potestad de amortizar puestos de trabajo al menor coste posible.
Tras los primeros toques de atención, que provinieron principalmente de los magistrados de la Sala de lo Social de la Audiencia Nacional, el entusiasmo inicial se calmó y las empresas empezaron a tomar sus decisiones con más sosiego, preocupándose de observar los procedimientos como es debido y, al menos, de mantener una apariencia de legalidad. En consecuencia, las disputas planteadas ante los tribunales pasaron de la forma al fondo y, al fin, estos pudieron empezar a debatir acerca de uno de los grandes interrogantes que planteaba la reforma laboral: en qué quedaba su papel como juzgadores de las decisiones empresariales.
La Exposición de Motivos de la Reforma de 2012 revelaba cierta suspicacia frente al control judicial de los despidos objetivos, haciéndose eco de la creencia generalizada de que los juzgados y tribunales se habían arrogado el papel de empresarios, emitiendo juicios de oportunidad y conveniencia sobre las decisiones impugnadas por los trabajadores, al amparo de una norma que requería "racionalidad" en las medidas extintivas adoptadas, así como una finalidad ulterior de mejorar la competitividad de la empresa. Frente a ello, en los preámbulos del real decreto y de la ley se afirmó tajantemente que ahora ya "queda(ba) claro que el control judicial de estos despidos debe ceñirse a una valoración sobre la concurrencia de unos hechos: las causas", sin necesidad de mayores consideraciones.
La primera sentencia del Tribunal Supremo asumió, no sin el reproche de algunos magistrados, esta función casi 'notarial' -como posteriormente ha sido descrita- y declaró que, con la norma en la mano, no correspondía efectuar un juicio de proporcionalidad de tales decisiones. Al calor de este pronunciamiento, se produjo de facto el buscado efecto rebote y los tribunales validaron muchos despidos en los que concurría la causa, sobre todo si esta era de índole económica, sin entrar a valorar nada más.
Sin embargo, este laissez faire ha sido rápidamente matizado tanto por otras sentencias del propio Tribunal Supremo como por la gran mayoría de los tribunales superiores de justicia, estando aceptado en este momento, de manera casi incontrovertida, que tanto la normativa internacional como los principios y derechos constitucionales obligan al juez a determinar, no sólo la concurrencia de la causa, sino si la medida adoptada es adecuada, congruente y proporcional al fin perseguido. Y esto nos ha traído una tercera fase de pronunciamientos judiciales en la que, aunque de manera mucho más comedida que antes de la crisis, el juez vuelve a ponerse el sombrero de empresario y hace juicios de oportunidad que, hoy por hoy, han erosionado la objetividad y seguridad jurídica perseguida por la Reforma de 2012.
Lo curioso es que esta fase ha llegado ya en un momento en el que parece que los indicadores económicos del país no siguen cayendo en picado, según acabamos de ver en la EPA publicada hace pocos días, que nos muestra un esperanzador aumento del número de ocupados. Y ello nos lleva a preguntarnos si nuestros tribunales, al margen de la literalidad de la normativa que tienen que interpretar, modulan también su criterio en atención al contexto social en el que las empresas toman sus decisiones.
Por Daniel Cifuentes. Socio de Laboral de Pérez-Llorca