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Corrupción, crisis y elecciones

Desde el comienzo de la crisis, la corrupción preocupa de forma creciente, siendo el segundo problema detrás del desempleo (Barómetro CIS, mayo), y provocando una desafección que se proyecta hacia todo el sistema. Esta preocupación se ve corroborada por informes de Transparency International, para el que somos el segundo país del mundo donde más aumentó la percepción de corrupción durante 2013, o la OCDE, que refleja en el Panorama de las Administraciones Públicas 2013 que España es uno de los 34 miembros donde hay más ciudadanos que piensan que la corrupción está extendida en el Gobierno. Estimaciones solventes cifran su coste anual en el 4 por cien del PIB, representando un tercio del total de la UE. Una pésima imagen internacional.

Ante esta situación, urgen medidas para disminuirla significativamente, si se acepta la inevitabilidad de cierto grado de corrupción. Probablemente lo sea, y por ello desde hace medio siglo hay extensa literatura que evidencia sus efectos perversos sobre la evolución económica. Investigaciones recientes cuantifican su impacto sobre el crecimiento, la inversión y la eficiencia de los gastos públicos, existiendo ya varias publicaciones periódicas (por ejemplo, Economics of Governance, o los índices del citado Transparency International). El Banco Mundial la señala como el mayor obstáculo para el desarrollo, "frenando el desarrollo económico, perpetuando los niveles de pobreza y promoviendo la ineficiencia e inestabilidad". Pese a su vigencia, faltan respuestas contundentes de los partidos políticos. Parece existir un acuerdo tácito entre los mayoritarios para no proponer medidas suficientemente concretas para erradicar esta patología, cuando deberían situarse a la vanguardia, ya que los ciudadanos la empiezan a percibir como causa principal de la crisis. Es más, la corrupción ha estado presente en su origen, entre otras razones porque los excesos inmobiliarios, propiciados conscientemente por la Administración, tuvieron mucho que ver con la corrupción urbanística y la posterior "burbuja", los "sobresueldos" y, también, el profundo deterioro del capital humano. Las medidas anticorrupción han sido más aparentes que reales, y por ello apenas son efectivas. La Ley de Transparencia (Ley 19/2013) nació casi muerta al carecer de mecanismos independientes de control. La "amnistía fiscal" de 2012 (Orden HAP/1182) no solo no logró regularizar las cantidades pretendidas, sino que provocó que los inspectores de Hacienda tuvieran que solicitar al Gobierno que les dejara investigar a los acogidos. Como recientemente señala FEDEA (mayo, 2014), este tipo de amnistías invita a los cumplidores a replantearse su situación con Hacienda. Hay más ejemplos. Mientras, la prensa sigue publicando casos (estafas de directivos financieros, sobrecostes de infraestructuras, adjudicaciones irregulares de cursos?) que corroboran la extensión de esta pandemia, desde ayuntamientos y autonomías hasta la administración central, desde constructoras hasta entidades financieras.

Tuvimos unas elecciones, únicas supranacionales donde los miembros se eligen por sufragio, que podrían haber servido para debatir seriamente la corrupción. Se sabe que puede limitarse de forma poco costosa implantando determinadas medidas aplicables de inmediato (utilización eficiente de bases de datos públicas, menos prescripciones e indultos a corruptos, cumplimiento efectivo de penas, etc.), independientemente de otras de más alcance (más competencia económica) y coste (más mecanismos de detección) que modifiquen las condiciones que permiten la corrupción. Parecería lógico pensar que la lucha contra la corrupción, junto al desempleo, hubiese sido el tema estrella de cualquier partido con ambición de votos, siendo el segundo problema en importancia para los ciudadanos. No hacerlo, y una muestra fue su práctica ausencia en el único debate televisado entre los dos partidos mayoritarios, fue un absoluto desprecio a los ciudadanos, que pueden pensar que los partidos, financiados con recursos públicos, se mueven, en la más absoluta impunidad, por intereses distintos del general. Peor aún, que "maquinen" una sospechosa Ley del Punto Fina". Exijámosles ya lo que, como mínimo, deberían haber anunciado antes de las pasadas elecciones: medidas contra el descontrol del dinero que manejan, reclamado reiteradamente por la Comisión Europea y plasmado ahora en dos propuestas del Parlamento Europeo sobre normas relativas a la financiación de partidos y fundaciones políticas (DOUE de 17 de Junio). Si se sigue sin avance alguno para que nada cambie, cada vez más gente pensará que ciertos partidos, ya con varios procesos judiciales abiertos, son a la vez responsables, cómplices e incentivadores de la corrupción, y habrá descalabros bien merecidos en las próximas elecciones.

Juan Rubio Martín, Profesor y Doctor en Economía en la Universidad Complutense.

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