
El discurso del Gobierno sobre el estado de la economía se repite en los últimos años. Crecemos más que los países grandes de la eurozona. Ha mejorado nuestra competitividad gracias al ajuste de precios y salarios, y las reformas estructurales han permitido un cambio del modelo productivo, basado antes en el ladrillo y ahora en las exportaciones.
En el anterior discurso hay, como en todos, una cierta ideología. "La misión de la empresa no es garantizar el empleo, sino ser productiva y competitiva", decía un dirigente empresarial hace 23 años. El problema es que, llevado al límite, esa compulsión por la competitividad puede poner en entredicho la supervivencia del sistema. Tenemos aún el 17% de tasa de paro, una creciente desigualdad y una calidad deficiente del empleo creado (Comisión Europea), tras años consecutivos creciendo el PIB más del 3%. La brecha entre lo subrayado por el Gobierno y lo experimentado por una mayoría es evidente. La mejora competitiva, al centrarse en minimizar costes a corto plazo (devaluación salarial) en lugar de lograr economías de escala y tecnologías eficientes a largo plazo, añade desequilibrios a los existentes. La continua disminución de la población activa desde 2009 agrava el problema demográfico. Seremos el país desarrollado más envejecido del mundo, excepto Japón (paro del 3%), lo que impactará negativamente en el sostenimiento de las pensiones y del gasto sanitario.
Hay más cuestiones dejadas de lado por razones de extensión: seguimos con oligopolios arraigados en sectores clave, algo que, además de afectar negativamente al bienestar, contribuye a que las mejoras de competitividad se trasladen a los precios de forma limitada. Nuestro déficit tecnológico se agrava, consecuencia de la desidia gubernamental y la escasa dimensión empresarial para emprender actividades de I+D; apenas se ha avanzado en la corrección de las disparidades regionales, al centrarse las actuaciones en meras transferencias desde las regiones ricas a las menos desarrolladas, generando, en consecuencia, graves problemas políticos.
En 2017 se recuperaron los niveles de PIB previos a la crisis, pero los del empleo siguen lejos, y más de dos tercios del crecimiento se debe a vientos de cola (BdE) que, por nuestra posición de partida, nos han afectado más que a otros (precios del petróleo, conflictos en receptores de turistas y política expansiva del BCE). Podemos enfrentarnos, en consecuencia, a una realidad preocupante, en medio de una marejada de riesgos geopolíticos y un ciclo económico envejecido, en paralelo con una imparable disrupción tecnológica. Por consiguiente, hemos de estar preparados, lo cual exige adoptar medidas importantes, tanto coyunturales como estructurales.
¿Podremos hacerlo? Será complicado, pero necesario. Con una estrategia a medio y largo plazo, de la que creo se carece, convenciendo a los ciudadanos de que vale la pena hacerlo, aunque no sea beneficioso para cada uno a corto plazo.
Claro que es necesario un liderazgo político, difícil para un Gobierno incapaz de reflejar adecuadamente en el bienestar social los notables aumentos del PIB. Pero eso es otra cuestión.
Las prioridades y medidas son inaplazables: es imprescindible ganar competitividad con la I+D para mejorar la calidad, no reduciendo más los salarios. Entre otras razones, porque el consumo ha de crecer sostenidamente para que el crecimiento global no sea tan dependiente de vientos de cola. Exportamos más que hace 10 años, pero perdemos cuota en el mercado global (Eurostat).
Con un ciclo económico tan avanzado, parte importante del incentivo a la inversión viene de prever un creciente gasto de los consumidores, cuyos salarios son el sostén principal de la demanda interna. Otra prioridad, ligada a la anterior, es aumentar y aprovechar el talento de los trabajadores con alta formación, recuperando aquellos que emigraron a otros países avanzados. Ganar competitividad por estas vías requiere tiempo y esfuerzo, pero a largo plazo lo que más cuenta en un país es el capital humano.
Al mismo tiempo, debemos recuperar el protagonismo del sector industrial, creador de empleos más estables, con políticas activas que contemplen las diferentes tipologías y particularidades regionales.
El papel del Estado es clave. Hay que acabar, mediante organismos reguladores independientes y alejados de las elites políticas, con los abusos de estructuras oligopolistas tan arraigadas como las del mercado energético o bancario, más otros cárteles y oligopolios en ciernes. Tanto para reducir el impacto negativo en el bienestar como para disminuir costes de producción.
Por supuesto, han de eliminarse burocracias innecesarias para interactuar con la administración de forma eficiente. Pero el Estado debe priorizar el gasto eficiente en I+D para (re)orientar la economía hacia sectores de futuro; en caso contrario, el déficit tecnológico con nuestro entorno será alarmante. Más proactividad, sobre todo cuando los problemas se prolongan demasiado tiempo.