
En esta vigilia del 1-O somos muchos los que invocamos la necesidad de diálogo, pero admitamos que vamos a una colisión de consecuencias casi irreparables. Sin embargo en algún momento habrá que iniciarlo. Pero no nos engañemos, será difícil y agónico.
No sólo por las secuelas del 1-O, sino por la índole del problema: un campo de diálogo acotado por dos enfoques, cada uno poco aceptable por el otro. Especialmente si la interlocución es entre lo que representan Rajoy y Puigdemont.
El nacionalismo catalán, especialmente el conservador, no acepta más federación o confederación que con sus pares; a saber: España, Euskadi y Galicia, las cuatro nacionalidades históricas que él reconoce y asume.
Madrid se encargaría de homogeneizar el resto para facilitar la entente. No serían competencias compartidas de la federación o la confederación, la política económica, la fiscal ni la cultural. No habría gran inconveniente que el Estado resultante del pacto se denominase español.
En el supuesto que esta primera salida fuera inviable, la segunda opción sería la de Cataluña como Estado Libre Asociado al Estado Español con unas obligaciones y corresponsabilidades menos numerosas e importantes que en el caso anterior.
La pertenencia a la UE debería quedar garantizada. De no ser posible, quedarían dos opciones, convenientemente graduadas y secuenciadas. La primera, un pacto político basado en prácticas consuetudinarias asumidas por los gobiernos resultantes de cada proceso electoral y permanentemente revisado según las circunstancias.
La segunda, el ejercicio del derecho de Autodeterminación que podría conducir a la secesión. Lo que va a ser imposible retomar tras el 1-O es una relación entre la Administración Central y la Generalitat basada en el permanente y regateado acuerdo político extra-Estatut, ante la sensación de agravio comparativo de otras CCAA. Y ahí reside el otro condicionante que hace de la posible y deseable negociación una creación artística.