
Los ciudadanos estamos bastante hartos de oír hablar de recortes y austeridad porque llevamos varios años en que fundamentalmente han sido las familias, los autónomos y los empresarios, y no los poderes o las Administraciones Públicas (en sus muy distintos niveles o formas), quienes hemos realizado tales esfuerzos y sacrificios.
Ante las malas condiciones económicas, creadas -todo sea dicho- por la distorsión de los tipos de interés y los perversos incentivos generados a tal efecto por los bancos centrales de todo el mundo, ordenados -a su vez- por sus correspondientes dirigentes o gobernantes, los agentes privados han ajustado, y mucho, su situación económica. Tal ajuste se ha visto endurecido, sin embargo, por la actuación de las autoridades públicas y administradores políticos (incluyo aquí todo tipo de grupos de presión que, en defensa de sus intereses particulares, fuerzan decisiones políticas y administrativas, como es el caso de sindicatos u organizaciones empresariales), que no sólo no han ajustado sus gastos y dispendios a una situación de crisis sino que los han mantenido o aumentado, cargando a los ciudadanos con una prolongación de las dificultades (caída de la actividad y empleo), un déficit público excesivo y persistente y una deuda pública creciente y desmedida que, además, afectará a más de una generación.
Queda mucho recorrido
Todo esto nos está llevando ya seis años para salir de la situación y aún queda mucho recorrido pues, se mire como se mire, se habla de tasas de crecimiento para 2014 y 2015 en torno al 1% o menos. La recuperación hubiese sido más ágil y fácil de alcanzar si, además de haber hecho las reformas que ha hecho con más determinación, el Gobierno hubiese reducido drásticamente gastos y déficit, sin necesidad de recurrir a un creciente endeudamiento, y además hubiese procedido a racionalizar, de forma conjunta y como un todo, nuestro sistema fiscal, aliviando las cargas impositivas y simplificando y dotando de eficiencia dicho sistema.
El principio de suficiencia, que suele citarse como principio básico de los impuestos, es un camelo como venimos comprobando hace años en nuestra economía. Incluso cuando las cifras marcaban superávit, los impuestos eran cuantiosos y excesivos y, para colmo, como hemos visto, su suficiencia era artificial pues hasta el momento, en apenas año y medio, llevamos aflorados 47.000 millones de euros en planes de proveedores y facturas pendientes, incluso de más de una década. No hay impuestos bastantes o suficientes a la hora de abrasar al contribuyente para un sistema administrativo y organizativo insaciable y sin fondo, como el nuestro. Aunque, por otra parte y en los estudios técnicos realizados (Fundación BBVA), los contribuyentes piden más intervención y que sean crecientemente los poderes públicos y grupos de interés quienes resuelvan sus decisiones y vidas. ¿Paradójico? En absoluto. Fruto de una (in)formación distorsionada y de un mensaje ideológico interesado por parte de quienes parten y reparten los múltiples pasteles (el subdividir la tarta ya es una forma de ocultar la realidad del conglomerado que tenemos montado al respecto).
Aumentar la eficiencia
Más gasto público no ayuda ni ayudará per se a salir de la crisis. Ni siquiera más gasto en infraestructuras, sanidad o educación lo harán pues no se trata, en los niveles que ya estamos (por escasos que parezcan a algunos), de gastar más fondos detraídos de los ciudadanos sino, primero, las rentabilidad o eficiencia de cada euro así gastado y, segundo, el coste de oportunidad del mismo si se dejase en manos de los ciudadanos. Si el gasto artificial, generado por preferencias políticas, y los impulsos de la actividad y el empleo ordenados centralmente por gobernantes o autoridades tuviesen resultados positivos, ¿por qué no llevarlo al máximo para todo propósito y fin? ¿Por qué no hacer que el Estado se encargue de todo? El Estado como institución, la Administración Pública, está para lo que está; y cuando, por el ejercicio del poder -que tiende a extenderse casi de forma natural-, asume atribuciones que no le corresponden (especialmente en ámbito económico, de donde obtiene ganancias), no ejerce bien ni eficientemente sus cometidos. Siempre habrá alguna razón o motivo, por supuesto benévolo, que intente justificarlo (intereses de la deuda, prestaciones sociales...), pero el gasto público subió en 2012: según Eurostat supone un 47% del PIB; 493.660 millones de euros y el 2,8% más que en 2011.
Si los administradores públicos tenían que destinar más dinero a bancos, deuda, pensiones o lo que fuese debían haber reducido gastos de otras partidas para evitar daños mayores. Pero, tanto la falta de convicciones ideológicas del presidente de Gobierno para apartar o al menos reducir el Estado de nuestras vidas, propiedades y acuerdos privados (exceptuando su vigilancia y cumplimiento), como los posibles costes políticos de tal reducción (ante una sociedad al parecer educada en ver con buenos ojos su pérdida de libertad y traspaso de responsabilidades), explican la lógica de una política dañina dirigida a aumentar gastos, impuestos y deuda, retorciendo al máximo el sentido de la política de recortes y austeridad necesarios. Con todo, tenemos unas autoridades tan torpes que asumen buena parte de esos costes e incluso, como en el caso de las últimas subidas de impuestos sobre hidrocarburos, tabaco y alcohol, lo han hecho dos veces: en abril, cuando las anunciaron y en junio, cuando las han adoptado.
Fernando Méndez Ibisate, Universidad Complutense de Madrid