
En poco más de una década (2000-2013), el gasto en pensiones ha crecido en España un 108%. Según los datos de la Seguridad Social, en 2004 la pensión media era de 500 euros y actualmente se sitúa en 969,89 euros. Es más, el aumento anual de la pensión media ha variado entre el 3 y el 3,5% durante los últimos cinco años, una vez descontadas las revalorizaciones aprobadas. Desde una óptica financiera, el sistema español de pensiones no es sostenible bajo los parámetros actuales, ni siquiera considerando la reforma paramétrica de 2011 como plenamente en vigor.
El cambio demográfico, y el conflicto intergeneracional que apareja, es, por tanto, uno de los desafíos más trascendentes a los que se enfrenta España respecto a su capacidad real de financiar las pensiones públicas en un futuro cercano.
Las soluciones no son sencillas y requieren una combinación de medidas, ya que actuar desde el lado de los ingresos no parece ni factible ni recomendable, ni en el caso de que la situación económica mejorase radicalmente, porque una subida de las cotizaciones redundaría en encarecer aún más las contrataciones produciendo un efecto perverso sobre el empleo y, por tanto, sobre las cotizaciones que financian el sistema. La única solución real pasa por aplicar una significativa contención de las prestaciones actuales del sistema como punto de partida de la futura evolución de las pensiones.
Para contener, por consiguiente, el gasto en pensiones se puede actuar de dos maneras: por un lado, se puede reducir la cuantía inicial de la prestación y, por otro, se puede plantear una revisión de la actual fórmula de revaloración de las pensiones. En el primer caso, la reforma aprobada en 2011 ya recoge una medida fundamental en esa línea de contención, que es la de ampliar a 25 los años de cálculo para determinar la prestación de jubilación inicial, aplicable según el calendario aprobado en ella, lo que, sin embargo, difiere en demasía la aplicación de la medida. Es de prever que al ampliar el método de cálculo a veinticinco años reduzca la cuantía inicial de la pensión, pero no parece que vaya a resolver la situación de desequilibrio del sistema por sí sola.
De cara a reforzar esa contención del gasto se debería plantear además una posible modificación de esa fórmula de revaloración de las pensiones que, desde 1998, se actualizan anualmente en función del correspondiente índice de precios al consumo previsto para dicho año, con objeto de evitar la pérdida de poder adquisitivo de los pensionistas. Esta actualización de las pensiones supone un importante coste para las arcas del sistema; por ejemplo, el sobrecoste que supondría una revalorización de las pensiones del 1,5% cada año llegaría a suponer un coste anual del 0,5% del PIB. Sin embargo, en los últimos años las pensiones han sido congeladas o fueron revalorizadas por debajo del IPC, salvo las mínimas, que sí aumentaron en igual medida que el mismo, consecuencia de la crisis.
El método es importante
La elección del método de indexación de las pensiones es, sin duda, de suma importancia, porque, aparte de delimitar la cuantía del gasto anual aplicable a la revalorización, condiciona de forma directa al consumo relativo de los jubilados respecto a los trabajadores. Además, los índices de pobreza del colectivo de jubilados se ven claramente afectados por esta norma, a la vez que tiene importantes efectos redistributivos antes del suceso en lo referente al sexo y a los ingresos de los futuros jubilados. Cuestiones que deben ponerse encima de la mesa al considerar la revisión de la fórmula actual.
En Europa se pueden distinguir varios modelos de revalorización, que van desde la evolución del coste de la vida a la basada en la evolución de los salarios, pasando por los basados en la evolución del producto interior bruto u en otros parámetros. Francia lo hace con base en el IPC. En función de la evolución de los salarios, encontramos países como Alemania o los Países Bajos. Otros utilizan una combinación de la evolución de precios y salarios, como es el caso de Finlandia, donde las prestaciones crecen un 80% de lo que lo hacen los precios y un 20% del crecimiento de los salarios. En Portugal se tiene en cuenta la evolución del PIB, de manera que se revaloriza anualmente teniendo en cuenta la acción combinada de la evolución del PIB y el IPC (exceptuando la vivienda), existiendo normas específicas favorables para las pensiones más bajas. En Suecia las prestaciones se indexan con, entre otros, el crecimiento promedio de los salarios, menos un porcentaje del 1,6%.
De estos diferentes planteamientos se pueden asumir varias reflexiones. La primera, que en entornos de crecimiento la indexación con los precios se centra más en contener costes y preservar el poder adquisitivo mientras que la indexación de salarios, trata de adecuar las prestaciones al crecimiento salarial. Por el contrario, en un entorno restrictivo como el actual, la actualización por incrementos de precios encarece los costes del sistema por encima del ajuste salarial del país. Lógicamente, el uso de un techo, como en el caso sueco, ayudaría a la financiación del sistema, aunque recortaría el objetivo social de la indexación, siempre que no se fijasen las medidas adecuadas para evitarlo.
También se puede concluir sobre la necesidad de incorporar algún tipo de referencia en la actualización de las pensiones a la evolución del PIB, de manera que se produzca que la variación de las mismas quede vinculada al desarrollo económico del país al igual que diferentes sectores de la economía española están haciendo al pactar incrementos salariales en función del PIB. Parece plenamente coherente que parte de la subida de las pensiones se adecúe al ritmo de crecimiento o decrecimiento de la economía real.
Rocío Gallego, profesora titular de la Universidad Rey Juan Carlos.