
Todos querríamos tener un Ferrari. O un Lamborghini, o un Ford Mustang Fastback del 66, o un Mercedes 300 SL. Surcar las autopistas a bordo de joyas de la ingeniería y el diseño. Escuchar el bramido de un motor de 500 caballos y, una vez aparcado, bajar del vehículo a la sombra desplegada de metálicas alas de gaviota. O quizá no. Quizá querríamos tener unos auténticos Louboutin de suela roja y tacón despiadado. O un Patek Philippe de centenario mecanismo automático.
Pero no podemos porque son carísimos. En el mejor de los casos, una pieza de las citadas supondría varios meses de sueldo. En el peor, costaría más que nuestra propia casa. Lo cual es curioso, porque esta analogía no se aplica a las casas. Salvo excepciones, el precio de una vivienda no tiene demasiado que ver con la calidad, el diseño o la firma de su creador, sino con el tamaño, los materiales y, sobre todo, el valor del suelo donde está construida.
Por eso precisamente, la analogía con los objetos de lujo no es extrapolable a la arquitectura; porque en arquitectura, el verdadero lujo no reside en una grifería de oro o en un solado de mármol de Carrara. El lujo arquitectónico está en el espacio. Y no me refiero a la superficie o al tamaño, sino al espacio, al verdadero elemento definidor de cualquier artefacto arquitectónico. A lo que viene determinado por las proporciones, los recorridos y la luz.
En términos exclusivamente económicos, es decir, a igualdad de suelo y materiales, construir un buen espacio cuesta exactamente lo mismo que construir un mal espacio. Una vivienda despejada, limpia, con luz adecuada y controlada cuesta lo mismo que un piso mal iluminado y lleno de tabiques. Entonces, ¿por qué la mayoría de los edificios de viviendas son prácticamente iguales? ¿Por qué seguimos prisioneros de interminables fachadas de ladrillo visto e hileras de chalets adosados con cubierta a dos aguas extraídos de un catálogo del siglo XIX?
Ya lo he dicho alguna que otra vez en esta serie de artículos: porque los edificios que colonizan nuestras ciudades se han construido mediante promociones privadas, y el promotor inmobiliario no busca el bienestar del usuario, sino el máximo aprovechamiento económico. No quiero decir que el empresario de la vivienda persiga el malestar de los futuros ocupantes de sus pisos, solo que no es su principal objetivo.
Así, el promotor privado se refugia en el mínimo común denominador, no acepta ningún tipo de riesgo ni innovación espacial o arquitectónica por miedo a no vender su producto. Por eso todas las casas tienen las mismas puertas de madera barnizada con molduras y el mismo solado de gres o tarima o los mismos pasillos y las mismas cocinas con tendedero y el mismo salón de 3x6 con mirador de aluminio lacado y los mismos dormitorios con el mismo armario empotrado.
¿Dónde radica el lujo?
En cambio, la promoción pública, al no depender exclusivamente de su reversión monetaria, puede permitirse el riesgo y la innovación. Puede permitirse el espacio. Incluso puede permitirse la firma de alguno de los arquitectos más interesantes, más capaces y, por qué no decirlo, más famosos del planeta.
En realidad, cualquier arquitecto honesto, por mucho renombre que tenga (no, no me refiero a Calatrava), no cobraría por sus servicios más de lo que lo haría un profesional anónimo. Un buen ejemplo podría ser la Casa Gaspar, que Alberto Campo Baeza proyectó en un pueblo de Cádiz en 1992. Una vivienda privada que no superó los 54.000 ? incluidos los costes de construcción y los honorarios del arquitecto. Y estamos hablando de un profesional que aparece con regularidad en las quinielas del Premio Prizker.
Lo bueno de la promoción de vivienda pública es que los arquitectos famosos no cobran más que los desconocidos porque no pueden hacerlo, porque la normativa no lo permite. A cambio, y con la única restricción de la superficie, tienen total libertad para explorar las mejores condiciones de habitabilidad y bienestar del futuro habitante. Pueden investigar en la luz, en el color y en los materiales. Pueden investigar en el espacio. En el interior y en el que se produce como elemento relacional dentro de cada edificio e incluso cada manzana.
Si pasean por un extremo del madrileño PAU de Carabanchel, se encontrarán con una gran caja que parece de madera. Es el edificio de viviendas proyectado por Alejandro Zaera Polo y Farshid Moussavi y, si se acercan, descubrirán que las fachadas no son de madera, sino de bambú. De celosías practicables de bambú. Esas celosías, en función de las decisiones azarosas de sus usuarios, producen una lámina parpadeante que transforma la imagen del edificio según estén abiertas, semiabiertas o completamente cerradas.
Pero lo más interesante es que el bambú no tapa una pared, sino que cubre una serie continua de terrazas de 1,5 metros de ancho. Espacios abiertos individuales y privados para cada vivienda. Ese es el lujo: una terraza practicable en Madrid. Esa fue una de las razones por las que el RIBA (Royal Institute of British Architects) concedió al edificio el premio a la excelencia arquitectónica en 2008.
El ejemplo más famoso -y también más controvertido- de esta arquitectura innovadora de promoción pública es el Mirador de San Chinarro. Proyectado por el estudio holandés MVRDV y la arquitecta madrileña Blanca Lleó, el edificio subvierte el concepto tradicional de manzana cerrada. Y lo pone de pie. El patio tradicional se convierte en una gran terraza a 40 metros de altura. Y ese es el lujo: vistas sobre toda la ciudad. No solo para los más ricos o más privilegiados que pueden permitirse un ático. Para todos.
MVRDV son los creadores de algunas de las obras más interesantes de la arquitectura contemporánea, como el centro comercial Gyre de Tokio, las viviendas WoZoCo en Ámsterdam o el recientemente inaugurado Markthal de Róterdam. Asimismo, Alejandro Zaera Polo, además de haber sido decano de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Princeton en Nueva Jersey, es el creador de la multipremiada Terminal Marítima de Yokohama. De hecho, en el mismo PAU de Carabanchel se encuentra en edificio diseñado por Thom Mayne, que fue Premio Pritzker en 2005. Un interesantísimo tejido esponjoso de patios y elementos sólidos que diluye el espacio común tradicional fomentando la relación entre los vecinos.
Y no crean que me olvido de la controversia; estos edificios no son ni mucho menos perfectos. Tienen problemas, problemas de mantenimiento, de aclimatación y a veces de instalaciones. Pero esos problemas tienen a menudo muy poco que ver con el diseño sino con la construcción. Tienen que ver con el difícil proceso de adecuación entre la investigación de vanguardia y los sistemas constructivos tradicionales, habitualmente anclados en la convencionalidad más artrítica.
Haríamos un flaco favor a nuestras ciudades si rechazáramos la arquitectura sin restricciones, la arquitectura del espacio y el bienestar, por miedo a que pudiesen surgir problemas constructivos. Porque esos problemas, en realidad, aparecen en cualquier edificio, sea bonito o feo, avanzado o esclerótico, contemporáneo o a imitación del siglo XIX. Y solo explorando se puede avanzar.
Al fin y al cabo, un arquitecto honesto que proyecta un edificio de viviendas de promoción pública puede hacerlo mejor o peor, puede construir una obra impecable o problemática, pero lo que es seguro es que, dentro de su propia concepción de la arquitectura, lo hará buscando el mejor espacio posible. No la mayor cantidad de dinero a ingresar.