Editoriales

La detención de Rato debe abocar al PP a una completa regeneración

En la ilustración, Rodrigo Rato. Caricatura de Luis Grañena.

En los últimos meses, los españoles han presenciado cómo personalidades ligadas a las más altas instituciones del Estado se han visto obligadas a rendir cuentas ante la Justicia. Desde la Familia Real hasta expresidentes autonómicos como Jordi Pujol o Manuel Chaves se hallan marcados por la sospecha de haber cometido delitos tan perniciosos para el bien público como la malversación de fondos públicos o la evasión fiscal. EN DIRECTO | Rodrigo Rato, detenido por fraude, blanqueo y alzamiento de bienes

Una análisis superficial defendería que el rostro del exvicepresidente del Gobierno Rodrigo Rato es uno más en la tan poco meritoria retahíla de exaltos cargos cuya ejemplaridad está cuestionada de raíz. Sin embargo, el significado de la situación en que Rato se ve sumergido supone un salto cualititativo de gran amplitud. En primer lugar, debido a que los indicios de alzamiento de bienes, blanqueo de capitales y fraude fiscal cuentan ya con alcance suficiente como para que el juez haya decretado la detención del político popular, tras el registro que se llevó ayer a cabo en su domicilio y despacho madrileño.

Más allá del hecho de que Rato estaba ya marcado por otro proceso judicial, el relacionado con la fallida salida a bolsa de Bankia, existe un agravante más de enorme calado que ensancha las dimensiones del escándalo. Aún está por demostrarse hasta qué punto Rato es culpable de los delitos que ayer le obligaron a verse custodiado por la Policía, pero lo que está ya probado es que mantenía en el extranjero parte de su fortuna, con objeto de evadir impuestos y, por ello, se acogió a la última amnistía fiscal. Esa completa falta de ejemplaridad resulta reprochable en todo cargo público, pero sólo puede calificarse de escarneciente en el caso de una persona que tuvo en sus manos la máxima responsabilidad sobre la Hacienda pública española entre 1996 y 2000.

Aún más decepcionante resulta considerar que la última personalidad pública señalada por corrupción en nuestro país es el español que más alto llegó en una institución financiera multilateral, el Fondo Monetario Internacional, organismo que dirigió con categoría equiparable a la de un jefe de Estado y reconocido que fue como tal en todo el mundo.

Si Rato lo fue todo como economista, no cabe minusvalorar su peso político, en la medida en que, junto a Aznar, fue el artífice de la renovación que, a finales de los 80 y principios de los 90, hizo que Alianza Popular dejara de ser un partido abocado a la desaparición para convertirse en una alternativa creíble al entonces todopoderoso PSOE. Por tanto, la detención de Rato equivale a un torpedo lanzado a la línea de flotación del partido que ahora tiene funciones de Gobierno, y que se encuentra acorralado por un ingente número de escándalos internos (el caso Bárcenas, las tramas Gürtel y Púnica...) que han causado gran escándalo en la opinión pública.

Con todo, más importante que el número es el hecho de que las sospechas e imputaciones apuntan directamente a la actuación de personas de alta responsabilidad, situadas en la cúpula misma de Génova. El momento no podría ser, además, más delicado, con unas elecciones autonómicas y municipales en un mes y con unos comicios generales en ciernes. Los populares no pueden enfrentarse a la evaluación de los electores sin haber acometido una profunda regeneración interna de sus cuadros de mando. De lo contrario, si opta por la pasividad y por enarbolar sólo los éxitos económicos, el partido está abocado a una caída que supondría un terremoto para el panorama político y que, sin duda, comprometería la recuperación en su conjunto.

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