
Tras años de dura crisis en los que España pareció convertirse en el enfermo de Europa, nuestro país vuelve a sacar músculo y sobresale como uno de los motores clave de su avance económico, contribuyendo también a reforzar las bases de la zona del euro.
No en vano, España tiene ahora autoridad moral suficiente como para oponerse con firmeza, junto a Alemania, a las veleidades del nuevo Gobierno griego que socavan la credibilidad de la Unión Monetaria.
Sin embargo, a este reforzamiento en varios frentes no corresponde una representación institucional a la altura dentro de la Unión Europea. Desde 2012, España carece de un puesto en el Comité Ejecutivo del Banco Central Europeo (BCE). Posteriormente, en 2014, Miguel Arias Cañete tuvo que conformarse con una Comisaría secundaria dentro del Ejecutivo de Jean-Claude Juncker.
En este contexto, por tanto, sólo puede considerarse mala noticia que las posibilidades de Luis de Guindos de presidir el Eurogrupo sean cada vez menores. Especialmente, debido a que su retroceso poco tiene que ver con la ausencia de méritos del ministro; muy al contrario, De Guindos ha demostrado en esta legislatura su capacidad gestora.
El verdadero problema lo constituye la manera en que el actual titular del cargo, Jeroen Dijsselbloem, se aferra al puesto, pese a su poco brillante actuación en situaciones clave, como el rescate financiero de Chipre en 2013. A favor de Dijsselbloem juegan también los entresijos de la política comunitaria, en un momento en el que Berlín, pese a ver con buenos ojos al candidato español, no está dispuesto a abrir un nuevo frente en el Eurogrupo. No existe, por tanto, una razón de peso que prive a De Guindos de ocupar un puesto que España merece.