
La capacidad de Theresa May de comprar tiempo amenaza con agotarse finalmente esta semana en el Parlamento, donde se enfrenta, una vez más, a una rebelión que pretende poner coto a su control sobre el Brexit. La semana pasada, sorprendentemente, la primera ministra británica había logrado sofocar el motín que aspiraba a otorgar a Westminster la decisión última en caso de que las negociaciones con Bruselas acabasen sin acuerdo.
Su apelación directa a los díscolos en los minutos previos a una votación clave de la Ley de Retirada de la Unión Europea, admitiendo lo que estos habían entendido como concesiones, le permitió abandonar la Cámara de los Comunes invicta.
Sin embargo, transcurridas apenas 48 horas, la evidente brecha entre las expectativas del sector pro-UE y el compromiso ofrecido ha asentado los cimientos para una revuelta aún peor, agravada por la severa pérdida de confianza en el Número 10. Donde los conservadores inicialmente dispuestos a desafiar la disciplina interna esperaban un "voto significativo", que delegase sobre el Parlamento decidir qué hacer ante el escenario del precipicio, el Ejecutivo ha propuesto un mero debate informativo, es decir, una "moción neutral" que establezca que la situación había sido analizada. Y para aumentar el desdén, la oferta no admite enmiendas.
Tecnicismos aparte, lo que el Gobierno plantea, únicamente, es dar cuenta de que no se ha llegado a ninguna conclusión con los Veintisiete. Los rebeldes, por el contrario, quieren que la hoja de ruta se decida en el Parlamento, como depositario de la soberanía popular, el mismo principio por el que los eurófobos exigían la "repatriación del control" durante la agria campaña del referéndum de 2016. Irónicamente, dos años después, esta misma institución se ha convertido en su foco de ataque, acusada de intentar sabotear el divorcio, de modo que la obsesión de quienes en su día denunciaban la inferencia de Bruselas es actualmente la injerencia que imputan a Westminster.
May, rehén de ambos bandos
En este delicado equilibrio de fuerzas, May es rehén de ambos bandos y, en su imposible intento de contentarlos, arriesga con hacer descarrilar la salida antes incluso de que su propuesta cruce el Canal de la Mancha: si cede ante el bastión anti-UE, la mayoría parlamentaria a favor de una ruptura blanda la derrotará en el Parlamento, mientras que, si admite concesiones al núcleo duro rival, se expone a una revolución en su propio gabinete, con la dimisión de pesos pesados militantes en la eurofobia, y lo que es peor a nivel personal, a un desalojo precipitado de Downing Street, dada la beligerancia de decenas de diputados conservadores cuya agenda política está monopolizada en exclusiva por la ambición de garantizar un Brexit duro.
Esta espada de Damocles no solo afecta a la premier: quienes defienden la conveniencia de una salida blanda son conscientes de las probabilidades de que una potencial caída de May lleve al Número 10 a un representante del frente opuesto. De ahí su división en torno a qué aproximación interesa en Westminster, un cálculo de riesgos que es el único salvoconducto de una primera ministra embarcada en una huida hacia adelante en la que, hasta ahora, su instrumento más útil había sido comprar tiempo.
El problema es que, al abusar de esta maniobra, ha generado una desconfianza que no se puede permitir. Si el pasado martes había evitado la derrota en base a las garantías personales transmitidas a los rebeldes, la sensación recabada tras comprobar cómo lo que creían un aval no era más que humo amenaza con una contestación mayor, difícilmente controlable para May, a quien se le han agotado los recursos para contentar a ambas partes.
Hoy mismo, la demanda retirada por los díscolos tras la intervención directa de la primera ministra regresa a la Cámara de los Lores, la misma que había mostrado beligerancia suficiente como para derrotar hasta en quince ocasiones al Ejecutivo en la tramitación de la Ley del Brexit. El momento de la verdad será el miércoles, cuando la propuesta vuelva a una cámara baja que difícilmente mostrará piedad por parte de quienes se consideran traicionados. A partir de ahí, Reino Unido podría asistir a una guerra abierta entre el Gobierno y el Parlamento, justo en la antesala de un crucial Consejo Europeo en el que Bruselas esperaba obtener respuestas.
El espectáculo ofrecido ante la UE es de desconcierto. Por cada crisis que supera, May queda tocada, acumulando ante dos bandos irreconciliables promesas incompatibles que no hacen más que dificultar la viabilidad de una negociación que ya constituye de por sí el reto político, administrativo e institucional más complicado desde la II Guerra Mundial. De mantener esta estrategia, la salida más probable que la premier podría garantizar es la suya misma, un desenlace, aunque deseado por no pocos en el Partido Conservador, que podría arrojar el caos más absoluto.