Economía

Saltan las alarmas en la economía británica ante el año clave del Brexit

  • Preocupa la caída de ingresos de los hogares e inversión empresarial

El Gobierno británico afronta la hora de la verdad de la negociación del Brexit con la economía en una encrucijada de difícil solución. Con los meses contados para llegar a un principio de acuerdo que evite al menos el temido escenario del precipicio y una salida desordenada, la testarudez de las estadísticas oficiales confirma que el referéndum de 2016 se ha dejado notar tanto en los bolsillos domésticos, como en unas arcas públicas que han visto sensiblemente reducidos los ingresos fiscales.

Ante la evidencia, incluso el frente antieuropeo ha rebajado el triunfalismo con el que reivindicaba el veredicto de las urnas como la llave para la prosperidad de una potencia que, en 2018, se encamina inexorable a la cola del G-7. En un contexto de mejora del crecimiento global, Reino Unido sufre una ralentización que, según las previsiones del propio ejecutivo, continuará por lo menos cinco años más.

La resiliencia de los meses posteriores al plebiscito ha dado paso a un sombrío panorama en el que la contracción de los ingresos de los hogares, asfixiados por una inflación al alza, y la anemia de la inversión empresarial constituyen los principales ingredientes de una receta para el estancamiento crónico.

Y lo peor es que la ausencia de certezas sobre cómo será en el futuro la relación con el principal bloque comercial del mundo, el mismo al que Londres destina actualmente la mitad de sus exportaciones, no hace más que ensombrecer todavía más el horizonte de un país que desconoce a qué aspira en solitario.

A las incertidumbres aparejadas al Brexit se suma la profunda división de un gabinete que, para complicar más la jugada, carece de hegemonía en el Parlamento. De tenerla, Theresa May podría al menos contar con margen para imponer su criterio y disciplina tanto en Westminster como en un Gobierno en el que las voces discordantes suenan cada vez más alto. Su exposición, sin embargo, la hace rehén de un grupo parlamentario tan fragmentado en torno al divorcio comunitario como lo está su Ejecutivo.

Esta brecha contribuye a aumentar la sensación de barco a la deriva en la que parece hallarse el proyecto gubernamental, con una capitana meramente nominal y una tripulación incapaz de unirse en torno a un mínimo común que permita a May ganar credibilidad ante sus todavía socios comunitarios. Su falta de mando y la evidencia de que la economía se resiente ya de un resultado del que habían advertido la práctica totalidad de los analistas completan un cuadro desalentador.

Desde la votación de hace año y medio, el erario ha adelgazado y la capacidad adquisitiva de los ciudadanos merma cada mes. La caída de los ingresos fiscales, de acuerdo con algunos estudios, es ya equivalente a la cantidad que el bastión pro Brexit había prometido dedicar a la semana al sistema sanitario, de vencer el divorcio.

Previsiones poco halagüeñas

Organismos como el FMI prevén para el PIB de este año un raquítico 1,5%, lo que aumenta la presión para cerrar con Bruselas un acuerdo que, a la vista del calendario fijado y la necesidad de aprobación, otorga apenas diez meses para negociar la transición y establecer al menos las pautas mínimas que deberían regir la futura relación.

En un marco de productividad estancada, aparentemente sin remedio, el Ejecutivo está obligado a ofrecer un revulsivo que, como mínimo, detenga el deterioro progresivo de un país que ignora cómo se relacionará con los principales protagonistas de la esfera comercial internacional.

La tarea no es fácil, puesto que amenaza la cohesión de un gabinete convertido en una olla a presión: forzado a clarificar decisiones difíciles sobre a qué Brexit aspira, Reino Unido debe interiorizar primero los límites de lo factible y entender la determinación de Bruselas de no sacrificar sus reglas por las expectativas británicas.

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