Economía

Londres claudica para frenar el declive económico causado por el 'Brexit'

  • La premier Theresa May asume una factura con Europa de entre 40.000 millones y 45.000 millones
  • El principio de acuerdo es un salvoconducto para poder abordar la negociación comercial

Reino Unido ha comprendido que el daño económico de una salida caótica de la Unión Europea era un precio demasiado elevado por la mera reivindicación de su soberanía ante Bruselas. Transcurridos cerca de 18 meses del referéndum que certificó el primer divorcio en la historia del proyecto comunitario, una factura de entre 40.000 millones y 45.000 millones de euros -según cálculos de Downing Street- ha dejado de constituir una suma desorbitada para convertirse en el salvoconducto para detener el deterioro de una potencia que ha pasado de liderar el crecimiento del G-7 a situarse a la cola.

Tras una semana frenética, iniciada con las expectativas de un acuerdo torpedeado en última instancia por los unionistas norirlandeses, de quienes Theresa May depende dada su falta de mayoría, la primera ministra británica ha claudicado ante la evidencia de que Bruselas no permitiría que el proceso pasase a la negociación comercial si sus expectativas financieras no eran aceptadas.

Consciente del deslustre de la economía desde la votación del 23 de junio de 2016 y al tanto de la creciente inquietud de un sector privado que amenaza con un éxodo empresarial si no se desbloqueaba la situación, May asumió lo inevitable de aceptar los compromisos en materia de dinero para, a cambio, escuchar las palabras mágicas -"progreso suficiente"- para avanzar a la segunda fase, la del análisis del futuro encaje de la segunda economía continental en el mayor bloque comercial del mundo.

El hito, culminado en las primeras horas del viernes por una premier que cruzó el Canal de la Mancha en plena madrugada, supone una victoria personal para May, si bien el verdadero reto comienza ahora, después de que el catalizador que finalmente lo ha facilitado, la decepcionante evolución del último año y medio, forzase una ineludible cesión.

Impacto de la ruptura

Aunque Reino Unido logró evitar el caos anticipado antes del plebiscito por no pocos economistas y el propio Ejecutivo de David Cameron, el tiempo ha dado la razón a quienes sostenían que una victoria de la ruptura se dejaría notar tanto en las hojas de balance del Gobierno como en los bolsillos domésticos y la inversión empresarial. La economía inicialmente resistió el golpe, sí, pero gran parte de esta resiliencia se debió a las medidas extraordinarias adoptadas por el Banco de Inglaterra en las horas y semanas posteriores al referéndum, empezando por un bajada de tipos a un hasta entonces inédito 0,25 por ciento, y al irrefutable detalle de que nada cambió en la práctica en los nueves meses que sucedieron a la cita con las urnas. El Gobierno no activó formalmente el proceso, con la invocación del Artículo 50 del Tratado de Lisboa, hasta el 29 de marzo de este año, por lo que la cuenta atrás para la hora de la verdad se hizo esperar.

Desde entonces, los signos no han sido halagüeños. El primer factor que había anunciado nubarrones fue el IPC. La profunda devaluación que el plebiscito provocó en la libra tuvo un efecto inmediato sobre los precios, lo que se ha traducido en la práctica en una notable pérdida de poder adquisitivo de los británicos. La tasa se encuentra en el 3 por ciento, máximo en más de un lustro, y el banco central cree que llegará al 3,2 por ciento este año. Ya que la progresión de los sueldos no alcanza a la de la inflación, la amenaza es seria para la cesta tributaria de un Gobierno que ha tenido que retrasar una vez más la consecución de los objetivos presupuestarios.

No en vano, de acuerdo con el Instituto Nacional de Investigaciones Económicas y Sociales, los hogares habrían perdido ya una media de 600 libras (675 euros) desde el 23 de junio de 2016 y, en opinión de sus economistas, es "casi seguro" que el resultado de la consulta ha dañado los estándares de vida. El propio Gobierno tiene complicado disputar esta realidad, puesto que su regulador fiscal confirmaba hace escasas semanas en el presupuesto, primero desde las elecciones, la crudeza de un PIB sobreestimado durante años y bajo presión extrema por la incertidumbre del Brexit.

Junto al cálculo erróneo de la mejora de una productividad que, desde el colapso financiero, se ha mostrado testarudamente baja, el impacto del voto desde el referéndum es incontestable, dado el adelgazamiento que supone para las posibilidades de crecimiento y las dimensiones de la tarta fiscal: los ingresos tributarios hasta 2021-22, cuando el período de transición debería llegar a su fin, serán 20.000 millones de libras (22.500 millones en euros) menores que lo previsto en marzo, justo cuando se había activado el Brexit.

En cuanto al PIB, mejorará el próximo lustro un 5,7 por ciento, en lugar del 7,5 por ciento calculado hace apenas nueve meses. Para este año solo, la estimación es de apenas un 1,5 por ciento, un cuarto menos de lo previsto en las cuentas de marzo, y su declive continuará hasta 2020, cuando registrará un progreso de un raquítico 1,3 por ciento antes de remontar de nuevo al punto y medio porcentual al año siguiente.

Por si no bastase, la devaluación de las previsiones se extiende también a la inversión empresarial, que en los próximos cinco años crecerá en torno a un 12 por ciento, significativamente por debajo del 19 por ciento de la estimación más reciente.

Pagará si hay acuerdo en 2019

De ahí que la euforia evidenciada ayer por May tenga escaso alcance, puesto que los frentes en los que batalla van más allá de las instituciones comunitarias: su verdadero rival está en casa, con una economía que podría convertir el Brexit en una catástrofe y un Partido Conservador fracturado irremediablemente en materia de Europa. Gran parte de las concesiones admitidas este viernes, aunque están por concretar, serán de difícil digestión para el núcleo duro anti-UE. Si bien cómo y cuándo se efectuarán los pagos está por ver, llevará años, por lo que resulta factible que la cifra final por el divorcio supere los 45.000 millones anticipados ayer desde el Número 10. Así, Reino Unido asume que sólo pagará si se ha logrado un acuerdo amplio para marzo de 2019 y si hay un amplio consenso en materia de transición, pero la UE no vincula la suma a período de implementación alguno. Es más, si Londres quiere que este vaya más allá de 2020, cuando acaba el actual período presupuestario de la UE, deberá pagar más, un píldora complicada para quienes exigían detener las remesas económicas a Bruselas.

A May, con todo, no le ha quedado más remedio que aceptarlo, porque ha comprendido que afronta una negociación. Sus iniciales líneas rojas han quedado desdibujadas en todos los frentes, no sólo en la factura, sino en materia de ciudadanía, ya que el Tribunal de Justicia Europeo seguirá jugando un papel para los derechos de los comunitarios. De hecho, las pautas ayer marcadas apuntan a un Brexit blando, dado el enrocamiento de la controvertida cuestión del linde con Irlanda.

El deseo de evitar una "frontera dura" y la necesidad de aplacar a los unionistas norirlandeses llevaron el debate político a una diatriba semántica. Así, la "convergencia regulatoria" que había envalentonado al DUP ha dado paso ahora a la apuesta por un "alineamiento reglamentario", una fórmula lo suficientemente ambigua, de momento, para satisfacer a las partes y permitir que el Consejo de la UE de la próxima semana certifique el avance a la segunda fase.

El problema es que las aspiraciones en materia comercial de cada protagonista parecen excluyentes, ya que si Irlanda no quiere diferencias con el Ulster, en la provincia rechazan divergencias con el resto del territorio británico y Reino Unido, por su parte, quiere evitar tener que someterse a la normativa comunitaria. De ahí que la gesta de ayer, aunque importante para la supervivencia de May, abra paso a un desafío que, como ayer mismo se encargó de recordar Donald Tusk, es el verdaderamente difícil.

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