
Theresa May afronta esta semana el desafío de desbloquear las negociaciones de la salida de Reino Unido de la UE con una intervención en la que prevé ofrecer una "sociedad especial" una vez consumado el primer divorcio de la historia comunitaria.
Florencia es el destino elegido para su discurso, debido a los "vínculos históricos" que los británicos han mantenido con la ciudad italiana, así como por su condición de "poder comercial histórico", un símbolo que la primera ministra espera actúe como buen augurio para sus pretensiones de mantener la vía abierta con el mayor bloque comercial del mundo.
El presagio dependerá menos de la fortuna y más de la disposición de May a proponer una cifra por la ruptura que satisfaga a unos socios cada vez menos inquietos por la salida del más díscolo de los estados miembro desde su adhesión en 1973. Tras meses de divisiones en casa y encontronazos en Bruselas, la premier habría comprendido la exigencia de aceptar concesiones y estaría preparada para realizar una oferta económica de calado.
Su alcance, en cualquier caso, es material inflamable en un paulatinamente polarizado panorama político doméstico, por lo que Downing Street intenta controlar la información para evitar filtraciones perjudiciales. Así, cualquier planteamiento que defienda May va a escocer en casa: si propone un Brexit gradual, que acepte la necesidad de seguir contribuyendo a las arcas comunitarias más allá de marzo de 2019 e, incluso, la obligación de respetar la normativa europea, se arriesga a envalentonar al frente eurófobo. Por el contrario, adoptar una posición dura podría imposibilitar la aprobación del acuerdo en un parlamento sin mayorías absolutas, así como perpetuar el bloqueo en Bruselas.
De las dos opciones, la mandataria sería consciente de que la más perniciosa a largo plazo sería la segunda, puesto que provocar el enconamiento del interlocutor con el que está condenada a entenderse no haría más que empeorar las perspectivas de obtener una solución plausible para la sostenibilidad de la que continúa siendo la segunda economía de Europa. De ahí el objetivo de una intervención diseñada para ofrecer una rama de olivo digerible para los veintisiete, sin menoscabar todavía más la frágil unidad de su gabinete.
El ministro del Tesoro ya había avanzado la semana pasada por dónde iría la línea del discurso del viernes. Philip Hammond, adalid de una ruptura blanda que priorice protección económica y empleos, dijo prever que los años inmediatamente posteriores al divorcio se parecerían mucho al "statu quo", una declaración que evidencia que la facción que propugna el pragmatismo ha ganado puntos.
Aunque los detalles se desconocen, el plan de May implicaría ofrecer una transición que facilite a la UE resolver sus propios problemas. Según la prensa británica, estaría dispuesta a plantear una contribución de unos 10.000 millones durante los entre dos y tres años de transición, ayudando al bloque a hacer frente al agujero presupuestario de 30.000 millones de euros que afrontaría entre 2019 y 2021.
De acuerdo con el regulador fiscal del Gobierno, Londres podría asumir este coste sin tener que elevar el déficit, una de sus grandes batallas, por lo que May tendría relativamente fácil justificar la decisión al norte del Canal de la Mancha. Además, de aceptarlo Bruselas, la primera ministra podría anotarse el tanto extra de permitir que las conversaciones de salida puedan pasar en los próximos meses a la crucial fase de la negociación de la futura relación comercial.
El problema es que la UE considera que cualquier aportación derivada del acceso al mercado único una vez consumado el Brexit es independiente de la factura por el divorcio, que para la cúpula comunitaria representa las obligaciones financieras asumidas por Reino Unido. En Londres temen que resolver la cuestión económica demasiado pronto acabe privándolos de una baza clave para la negociación.