
Después de meses de expectación y especulaciones, finalmente la Administración Trump ha presentado su proyecto de reforma fiscal para someterla a la consideración de las Cámaras Legislativas y su posterior puesta en funcionamiento. Más allá del enfoque ante los medios que está dando la Casa Blanca, la reforma fiscal supone una importante bajada de los impuestos directos en un momento en que el mercado ya descontaba una actuación fiscal de signo fuertemente expansivo. Además, la previsible pérdida recaudatoria en el gravamen sobre Sociedades será más que compensada con el alza de los ingresos por IRPF, a la luz de una proyección basada en los modelos estimativos de Gruber y Rauh.
Lo que no se esperaba es que esta política fiscal fuera a basarse de forma tan clara en bajadas de impuestos directos y proporcionalmente menos en incrementos del gasto, tanto en infraestructuras como defensa. En este sentido, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, cumple con su promesa electoral, pero va mucho más allá con un paquete ambicioso de medidas orientadas a impulsar el crecimiento económico y el empleo por una vía a la 'Laffer' que sitúa a Estados Unidos entre los países que más bajos tipos marginales máximos del Impuesto de la Renta tienen de toda la OCDE, muy lejos del 60% de Suecia o el 55,7% de Japón, y más cerca de los tipos que tienen las economías más dinámicas e innovadoras del mundo: el 33% de Nueva Zelanda o los 'flat tax' de buena parte de los países del antiguo Telón de Acero.
La reforma fiscal -la cual se basa en supresión de tramos, rebaja de los tipos marginales, ampliación de los mínimos exentos, un régimen especial de repatriación de capitales y una rebaja del Impuesto de Sociedades, entre otras medidas- no se puede comparar con otras que se han tomado a lo largo de las últimas tres décadas. Por ejemplo, no cabe comparación con las reformas fiscales de la Administración Reagan, donde los niveles de deuda eran mucho más bajos que los actuales (la deuda pública sobre PIB al cierre de 2016 se situó en el 105,8%), se había salido de una recesión, en el caso de 1983, o los niveles de empleo e inflación eran radicalmente distintos a los actuales.
Por ello, no es inmediato concluir que este paquete fiscal vaya a multiplicar el déficit federal (situado en el 3,2% del PIB), aumentar más aún la deuda (con lo que esto conlleva de negociación de elevación del "techo") y provocar fuertes tensiones inflacionistas. Tomando la evidencia empírica disponible hasta la actualidad, datos históricos y estimaciones propias con un horizonte temporal de tres años, una primera conclusión desde la prudencia (un escenario conservador) nos lleva a pensar en un importante estímulo para el crecimiento económico real de un 0,5% adicional cada año y sobre el empleo (en torno a 1,5 y 1,6 millones de puestos de trabajo por año adicionales), además del consumo privado y la inversión en bienes de equipo (Gale y Samwick, Brookings Institution, 2014).
A ello se añadiría el programa de gasto en defensa e infraestructuras, el cual todavía está por definir. El margen en este caso es amplio, pero depende de los siguientes pasos en materia de política internacional y, en clave interna, de los equilibrios tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado. Sin embargo, a la luz de las últimas estimaciones realizadas por la OCDE en materia de los mal llamados "multiplicadores fiscales", un incremento del 1% en el gasto a lo largo del ciclo económico genera pírricos resultados en términos de PIB real, consumo y empleo. En el caso del PIB real, cada dólar de incremento de gasto generaría 0,2 dólares adicionales de PIB real.
El recorte de ingresos, más eficaz
Por tanto, se revela como más eficaz la vía del recorte de los ingresos más que la del incremento del gasto público. Tras constatar esta realidad, el siguiente escollo por salvar es el control de las finanzas públicas en los primeros momentos de aplicación de las rebajas fiscales. La caída de los ingresos, derivada de menos impuestos y más deducciones, se producirá, mientras que las bases imponibles reaccionan a la nueva situación, especialmente en el caso de las empresas.
Sin embargo, el paquete de estímulo fiscal se compone de una medida que por sí sola tiene una potencia recaudatoria importante, como es la medida de gracia para repatriar capitales. Por ello, en el período de tres años desde la puesta en marcha de estas medidas, no es esencialmente preocupante una elevación dramática del déficit primario -ahora situado en el 2,13% a cierre de 2016- e incluso puede favorecer a la consolidación de las cuentas públicas, habida cuenta que cada punto porcentual de reducción de los tipos marginales de la Renta genera incrementos de la recaudación absoluta del 0,4% (trabajos de Gruber y Rauh, NBER, 2005), mientras que la pérdida recaudatoria inmediata del Impuesto de Sociedades apenas alcanza el 0,2% por cada 1% de bajada de los tipos.
Por último, la evidencia también muestra un efecto ambiguo sobre la inflación y, por tanto, la presión que esto supondría para la política monetaria de la Reserva Federal. La inflación se ha comportado en los últimos 30 años de una forma neutral a la política fiscal, gobernada más bien por factores monetarios. Retomando estimaciones de la OCDE, una política fiscal expansiva aumenta apenas un 0,03% la tasa de inflación cada año, lo cual no es un efecto relevante a largo plazo. Hay, por tanto, otros factores de mayor preocupación para la Reserva Federal y el ritmo que se supone que mantendrá en los próximos meses de subida de los tipos de interés.
En suma, a día de hoy resulta prematuro aventurar una evolución precisa de la economía americana con este paquete fiscal que tendrá que ser aprobado por el Legislativo. Lo verdaderamente relevante es hasta qué punto es importante realizar rebajas fiscales que permitan un crecimiento más sano y más sostenible a largo plazo, lo diga Trump o su porquero.