Economía

El ruido del Brexit ensordece el verdadero reto de Reino Unido: reducir el déficit

  • El Gobierno deberá ser flexible para mitigar el efecto de la ruptura

El ruido del Brexit ha eclipsado el desafío que hasta junio monopolizaba la realidad política y económica de Reino Unido. La lucha contra el déficit, el más elevado de las potencias occidentales y escarnio de sucesivas administraciones forzadas a retrasar la aspiración del superávit, ha sido sustituida por un debate notablemente más etéreo, basado en las consecuencias que la salida de la Unión Europea tendrá sobre los estándares de vida, la inversión empresarial e, inevitablemente, sobre las arcas públicas. ¿Qué sabemos realmente del Brexit? Las cartas que esconde Theresa May.

La disputa ha bastado para silenciar las estridencias de un país que durante años vivió por encima de sus posibilidades, por lo que la hegemonía absoluta del divorcio resulta, cuando menos, cuestionable. Para empezar, transcurridos ocho meses de la victoria de la salida, Londres ni siquiera ha iniciado el proceso y aparte de que, de momento, todo son especulaciones, los únicos que han dado acuse de recibo del plebiscito han sido la libra, que ha sufrido una devaluación frente al dólar de más del 20%, y los precios, que se han elevado a su mayor nivel en dos años y medio, ayudados precisamente por la debilidad de la divisa.

Factores fundamentales como el paro, la evolución del PIB o el gasto del consumidor -clave en una plaza peligrosamente dependiente de los servicios- no solo han resistido, sino que han cuestionado la pericia analítica de tótems como el Ministerio del Tesoro, el Banco de Inglaterra (BoE, en sus siglas en inglés) y expertos independientes que habían coincidido mayoritariamente en anticipar la hecatombe en caso de ruptura con Bruselas.

La tendencia actual, saludada por los eurófobos como la evidencia del triunfo de sus tesis, ignora una realidad que hace solo doce meses hubiese supuesto un severo golpe: la era de la austeridad, tipificada inicialmente para limitarse a los cinco años de la legislatura que comenzó en 2010, se prolongará hasta entrada la próxima década y asestará un notable castigo a los servicios públicos y al bolsillo del conjunto de la ciudadanía. Según el Instituto de Estudios Fiscales (IFS, en sus siglas en inglés), hacia el final del presente mandato, que concluye en 2020, la carga fiscal se habrá elevado al máximo nivel en tres décadas.

Presión tributaria y tijeretazos

En consecuencia, con o sin Brexit, el tamaño del reto que afronta Reino Unido simplemente para arreglar sus propias finanzas obligará a una presión tributaria equivalente al 37% del PIB y a acometer dolorosos tijeretazos adicionales al 10% ya marcado desde la llegada de los conservadores al poder en 2010. De acuerdo con el IFS, el gasto ministerial será de media hasta un 13% inferior a los niveles de entonces, con departamentos como el de Justicia, Empresas o Cultura con descensos en torno al 40%.

Las perspectivas tendrán que ser tenidas en cuenta por el ministro del Tesoro en su estreno con el presupuesto. El próximo 8 de marzo, Philip Hammond tendrá que igualar el órdago que lanzó en el denominado Discurso de Otoño, en el que se sacó de la manga fondos para estimular la inversión pública a índices similares a los previos al colapso financiero, especialmente para financiar infraestructuras.

El envite surtió efecto, puesto que las políticas expansionistas anunciadas en noviembre, complementadas con la laxitud monetaria adoptada por el BoE desde la mañana siguiente al referéndum, tienen mucho que ver con la resistencia para mitigar el golpe de las urnas, tanto por la bajada de intereses y la puesta a punto de bombeo de dinero, como por la relajación del ajuste fiscal y el impulso del gasto estatal.

Sin margen de maniobra

El problema es que el margen de maniobra de Hammond es limitado y, por si fuera poco, incierto. El ministro ha avanzado que el Gobierno continuará siendo generoso en relación a la presión fiscal para ingresos mínimos y máximos, así como con otras bazas como la congelación de las tasas de circulación, pero en un contexto en que los recortes de los servicios públicos se acelerarán en paralelo a la subida de impuestos es difícil que el objetivo de acabar con el agujero presupuestario sea factible la próxima legislatura.

La ambición casi exclusiva de su predecesor, basada en la consecución del superávit en 2020, ha sido una de las primeras víctimas del resultado del 23 de junio, pero la verdadera prueba de la resiliencia económica dependerá de una negociación comercial a la que Theresa May acude con la intención de abandonar el mercado único. Esta decisión, basada en el deseo de controlar la inmigración, acarreará inevitablemente una pérdida de capacidad que algunos expertos han cifrado en un 25% tanto en bienes como en servicios, frente al marginal incremento de un 5% que el Instituto Nacional de Investigación Económica y Social (NIESR) calcula reportarán acuerdos con otras plazas como Estados Unidos, o los países emergentes.

Así, pese a las revisiones al alza de las expectativas de crecimiento, se cree que el tamaño de la economía en 2019 será en torno a un 1,5% menor al calculado por el BoE de haber triunfado la permanencia en junio, lo que unido a la pérdida de valor de la libra y a una inflación que, en términos reales, podría generar en breve bajadas de sueldo, desafía frontalmente la opinión de que el Brexit carece de perjuicios. Además, tampoco Theresa May lo ha puesto fácil con una retórica que la obliga no solo a obtener de Bruselas lo prometido, sino a garantizar que la economía sale indemne del divorcio.

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