
Theresa May ha superado la primera prueba para cumplir con su aspiración de pulsar el botón de salida de la UE antes de final de marzo. Como se preveía, el Parlamento británico apoyó ayer ampliamente la primera votación de la ley que autorizará al Gobierno a invocar el artículo 50 del Tratado de Lisboa, después de que la práctica totalidad de las bancadas conservadoras se posicionasen a favor, con contadas excepciones como las del exministro del Tesoro Ken Clarke, un eurófilo acérrimo, que considera el divorcio un suicidio para Reino Unido.
La tónica en la oposición fue menos homogénea y mientras los liberal-demócratas y los nacionalistas escoceses cumplieron sus amenazas de rechazar el borrador, el Laborismo evidenció una vez más las dificultades de Jeremy Corbyn para mantener su autoridad. La máxima disciplina impuesta sobre sus diputados para que se situasen a favor no bastó para evitar que varias decenas desafiasen la línea del partido y votasen contra una ley que pasa ya a tramitarse en comisión.
Antes, sin embargo, la premier ha hecho una concesión a los rebeldes y hoy mismo publica el Libro Blanco de su plan para el Brexit. Muchos parlamentarios habían denunciado tener que votar sin haber revisado el documento prometido sorpresivamente hace ocho días. Sin embargo, el cálculo de riesgos acometido por el Ejecutivo lo llevó a concluir que se puede permitir incluir meramente las apuestas anticipadas en enero, sin facilitar más detalles.
De esta forma, May confía en haber dejado saldada la fase correspondiente a la Cámara de los Comunes antes de que Westminster inicie el próximo 9 de febrero un receso que se prolongará hasta el día 20. Numerosos parlamentarios habían mostrado su malestar con la escasez de tiempo para debatir la ley, apenas tres días después del debate inicial, pero el hecho de que ésta se limite exclusivamente a permitir activar el proceso convenció a la mayoría de la conveniencia de facilitar su activación.
Esta persuasión fue justo la que defendió ayer el hasta junio ministro del Tesoro y número dos del Gobierno, George Osborne, quien quiso tomar la palabra por cuarta vez desde que fuese despedido por May para advertir de que impedir la ruptura podría provocar una "crisis constitucional". "Sería poner al Parlamento contra la gente", alertó, pese a que había sido precisamente su rechazo al Brexit el que, según él, le hizo "sacrificar" su empleo.
Osborne aprovechó también para lanzar un dardo envenenado contra la estrategia de May para el divorcio y acusó a la premier de "no hacer de la economía la prioridad de la negociación", sino el control de la inmigración y la repatriación de la jurisprudencia de Justicia. Como exresponsable de las finanzas británicas, su juicio es obvio, pero anticipó que tampoco la UE pondrá la economía como factor clave de las conversaciones.
En recientes visitas a Francia y Alemania dijo haber comprobado que la urgencia del bloque es política, para mantener la cohesión de la UE, lo que llevará a los líderes comunitarios a imponer a Londres un precio, incluso si les cuesta desde una perspectiva económica.
El exembajador británico ante la UE, que dimitió por diferencias con el Gobierno, compartió ayer su visión. En una comisión parlamentaria, confirmó que Bruselas prepara una factura de hasta 60.000 millones por la salida y predijo "complicados compromisos" para una negociación que anticipó "de escala descomunal".