Economía

Patrimonio perdido (I): la Pagoda de Fisac, el extraño edificio que cambió la N-II

Una mañana de 1999 las excavadoras arrancaron un trozo de Madrid. Uno de los más extraños, de los más interesantes, de los que colocaban a la capital de España en ese lugar de tan difícil acceso como es la excelencia arquitectónica. En definitiva, arrancaron uno de los trozos más bonitos de la ciudad. Porque una mañana de 1999 las excavadoras derribaron uno de los mejores edificios del mundo. Derribaron "La Pagoda" de Miguel Fisac.

Ya he escrito más de una vez que vivimos en una suerte de imperio de la arqueología. Se diría que solo nos interesa lo antiguo: las ruinas romanas, los castillos medievales, las iglesias románicas, los palacios renacentistas. A veces sin prestar ninguna atención a la verdadera importancia histórica del objeto ni mucho menos a la calidad arquitectónica del edificio en cuestión. Si es antiguo, es bonito. Si es antiguo, es bueno. Si es antiguo, hay que protegerlo.

Esta pauta es absurda e intrínsecamente falaz. Esencialmente porque acaba confiriendo un mérito casi intocable a edificios que no tienen ninguna característica merecedora del mismo, como el Edificio España o el terrible y equivocado puñal que representa la catedral cristiana dentro de la mezquita de Córdoba. Pero hay otra consecuencia derivada de esta adoración de lo antiguo por lo antiguo: que la arquitectura moderna no tiene valor y, por tanto, es patrimonialmente despreciable.

Además, también existe una cesura estúpida en el pensamiento común que distingue a los edificios, digamos, opulentos de los utilitarios. Diferencia que es mucho más acusada si la construcción es de carácter industrial. Se diría que las fábricas o las naves son el primo segundo pobre y cutre de los museos, los estadios e incluso las oficinas, siempre que estas sean representativas.

Y es cierto que a veces lo son; de alguna manera, los edificios industriales suelen tener unas solicitaciones espaciales y unas restricciones presupuestarias que no dejan explorar el espacio arquitectónico más allá de cumplir con las necesidades al mínimo coste posible.

Pero no siempre ocurre así. Hay veces que las restricciones suponen un reto que el arquitecto resuelve de manera brillante, y hay veces que la brillantez del creador precede al encargo y tiene manga ancha para proponer soluciones que mejoran el espacio de trabajo industrial y elevan la obra por encima de sus coetáneas y de las históricas, sea cual sea la función a la que se destinasen.

Una suma de todo este es lo que sucedió con el edificio de los laboratorios JORBA, que hasta esa mañana de 1999 se levantaba a la salida de Madrid, en un costado de la A-2 cuando aún no se llamaba A-2 sino Nacional II. Construido en 1965 por Miguel Fisac, representaba una de las mejores obras del arquitecto manchego y de las más reconocibles de la arquitectura moderna española contemporánea.

Miguel Fisac nació en Daimiel en 1913 y fue uno de los arquitectos más prolíficos de la posguerra española, posiblemente por su pertenencia al Opus Dei y su amistad personal con Josémaría Escrivá de Balaguer, a quien ayudó a cruzar los Pirineos durante la Guerra Civil y con quien se dice que cenaba cada viernes, una vez que Franco se convirtió en dictador del país con la ayuda de la autoridad católica.

Lo cierto es que durante los años 50, Fisac construyó un número considerable de iglesias contribuyendo decididamente a revolucionar la tipología religiosa. Sin embargo, en 1955 abandonó el Opus y, aunque no llegó a caer realmente en desgracia, su producción se redujo bastante. A esa época posterior corresponden sus experimentaciones con el hormigón.

Fisac se dio cuenta de la verdadera naturaleza del material; o sea, que es fluido. Esa característica tan determinante no podía mantenerlo siempre semioculto en estructuras y cimentaciones, sino que, gracias a su enorme maleabilidad formal, debía aprovecharse de maneras tanto funcionales como expresivas. De esa época son los denominados "huesos", vigas prefabricadas que, gracias a su particular diseño, servían tanto de estructura portante como de desagüe y, sobre todo, como moduladores del soleamiento.

Los "huesos" fueron empleados principalmente en edificios industriales como el Centro de Estudios Hidrográficos, construido en 1960. Edificio que aún se puede contemplar si paseamos por Madrid-Río, a pocos metros del Puente de Segovia.

Esos "huesos" también dieron forma a la cubierta de los almacenes y la nave de producción de la nueva sede de los laboratorios JORBA, que construiría cinco años después. Sin embargo, esta solución estructural apenas era visualmente relevante cuando se contemplaba junto al edificio administrativo que la empresa también le había encargado. Se trataba de una pequeña torre de oficinas de tan solo siete plantas, pero cambió la fisionomía de la Nacional II y le dio nombre al edificio.

Todo ello, gracias a una decisión sencillísima: girar cada planta 45 grados respecto de la anterior. Ya solo había que unir las aristas de cada prisma y, para ello, Fisac volvió a confiar en el hormigón. Enlazaría cada envolvente mediante hiperboloides reglados de hormigón, superficies curvas que generaron una silueta inconfundible. En realidad, la torre no era tan similar a las construcciones orientales, pero sí es cierto que, a los ojos de los conductores, parecía que junto a la autopista se levantaba una elegantísima pagoda de hormigón.

El edificio estuvo activo y en funcionamiento durante más de 25 años, convertido en un símbolo de Madrid e incluso de la arquitectura contemporánea mundial, pues recogía lo mejor del expresionismo y el brutalismo. Sin embargo, una mañana de 1999, las excavadoras lo derribaron.

¿Y cuáles fueron motivos de una pérdida patrimonial tan terrible? El propio Fisac, que en esa época ya tenía 86 años, afirmó que el verdadero motivo fue su pública desafección con el Opus Dei. Según el arquitecto, fue el propio Ayuntamiento de Madrid, encabezado por José María Álvarez del Manzano, quien fomentó el derribo como represalia a esas diferencias entre la institución religiosa y Fisac. En mi opinión, las verdaderas causas fueron tan estúpidas como mundanas: una formidable miopía administrativa unida a la pura y simple especulación urbanística.

Cuando el Ayuntamiento elaboró el catálogo de edificios protegidos para el nuevo Plan de Urbanismo de 1997, dejó fuera "La Pagoda". En efecto, era una construcción moderna y además industrial, así que no debía tener demasiado valor. Dos años después, los nuevos propietarios (el Grupo Lar) decidieron que el edificio no agotaba la edificabilidad de la parcela, y que si lo derribaban y construían uno más grande podrían sacar una mayor rentabilidad económica al solar. De poco sirvieron las protestas de arquitectos, ingenieros e historiadores. Era propiedad privada y no estaba catalogado como protegido, así que sus dueños podían hacer con él lo que quisieran. Y lo hicieron. Sin más. Fin.

Han pasado más de 15 años desde que el edificio de los laboratorios JORBA no existe, pero aún podemos verlo en la memoria, en exposiciones y fotografías, en tesis y reseñas, y hasta en recortables como los de la empresa granadina cortaypega, preocupada por recuperar ese patrimonio perdido u olvidado de la mejor arquitectura moderna española.

En el solar de los laboratorios JORBA, ahora se levanta... pues sinceramente, no tengo ni idea de lo que ahora se levanta allí. Cuando paso por allí, mis ojos se resisten a la insensatez de la realidad. Siguen queriendo contemplar la silueta alabeada de vidrio y hormigón de uno de los edificios más interesantes, más innovadores y más expresivos de Madrid. Uno que no era antiguo ni opulento, pero que nunca mereció ser víctima de la piqueta.

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