
El terremoto financiero de China ha disparado el debate en torno a los catalizadores que han llevado a la segunda economía del planeta a una frontera desconocida en las últimas décadas. Aunque el críptico mutismo gubernamental impide descifrar el verdadero origen de los más recientes temblores, hay una conclusión difícilmente refutable sobre el gigante asiático: el modelo de crecimiento basado en exportaciones, expansión monetaria, mano de obra barata e inversión estatal a gran escala resulta insostenible en la China del siglo XXI.
Antes incluso de que Pekín evidenciara las grietas que el pasado verano habían asaltado a los mercados, el Fondo Monetario Internacional (FMI) había advertido de la necesidad de reorientar la inversión, que consideraba excesiva, para mejorar la eficiencia y, sobre todo, evitar una la formación de una burbuja letal. La actual inquietud ante el riesgo de una fuga de capital masiva, unida a la aversión de los inversores a la incertidumbre y la falta de garantías por parte de un Ejecutivo que mantiene la discreción a pesar de la crisis confirman las bases de la tesis del Fondo.
Un análisis de la evolución del modelo de los últimos 30 años revela que, en el panorama vigente, mantener la misma estrategia generaría la pérdida de recursos vitales, especialmente porque la propia capacidad de inversión de China se ha visto ya mermada, entre otros factores, por las constricciones de los recursos gubernamentales, cada vez más dependientes de una cuestionable expansión de liquidez que, además, abre una importante vía hacia la inestabilidad.
Por ello, existe un creciente consenso de que el motor de crecimiento está agotado, sobre todo, el sostenido en pilares como las exportaciones y la inversión inoculada por el Estado. Las disfunciones actuales podrían responder meramente a los efectos de la inevitable transición hacia una fórmula de menor expansión comercial, pero la amenaza permanece en el peligro de que la burbuja haya alcanzado ya niveles irreversibles. Las suspicacias ante la capacidad de mantener la inversión, principalmente porque la capacidad de absorción es limitada, revelan no sólo el escepticismo ante potenciales excesos de un Gobierno que no ha sabido ver la necesidad de reformar las bases productivas, sino también las dificultades de financiación.
Primeros pasos
El Partido Comunista es consciente de que reducir inversión implicaría una ralentización del crecimiento, lo que complica todavía más la respuesta a la crisis actual, en la que está obligado a vender confianza. Por ello, organismos como el FMI consideran que la única salida para mantener una relativa fortaleza pasa por la mejora de la eficiencia de capital. Los primeros signos se han producido ya: el Gobierno, por primera vez, ha apelado a una reducción de la inversión pública "redundante", si bien una de las ecuaciones más delicadas que deberá resolver será la de evitar que la merma de la inversión afecte dramáticamente al consumo.
No en vano, en los últimos 30 años la estructura de deslocalización de la masa laboral, nacionalización de la tierra y una industria financiera por desarrollar facilitaron los recursos necesarios para disparar el crecimiento, una vez el aparato político supo darle sentido. Actualmente, sin embargo, estos puntales están alcanzando su límite, por lo que no sólo su efectividad está en duda, sino que también su conveniencia en términos de coste. El problema es que esta comprensión podría haber llegado tarde, ya que los principales valores del florecimiento de China podrían agotarse antes de haber sido capaz de completar su metamorfosis hacia un modelo basado en el consumo interno.
Como muestra, aspectos fundamentales como el aumento de la población en edad laboral y los ahorros favorecidos por las medidas en materia demográfica, un factor crucial para la salud financiera, habrían ya dejado atrás su pico, según el FMI, que detecta un declive inevitable. La rápida expansión de liquidez en las últimas décadas, elemento clave para facilitar la inversión, sobre todo gracias a una financiación bancaria que impulsó la actividad económica, permitió evitar disparar la presión sobre el valor de los activos. En los últimos años, sin embargo, la liquidez ha superado notablemente la capacidad productiva, lo que ha afectado al potencial de crecimiento, con el consiguiente seísmo en los mercados.
La consecuencia principal es que China no se puede permitir el grado de expansión monetaria promovido en el pasado para estimular la economía, no sin arriesgarse a burbujas, por lo que la única vía realista a su alcance sería maximizar las ganancias obtenidas a partir de su nueva aproximación a la inversión. Uno de los elementos fundamentales será, por tanto, la promoción de un consumo interno fuerte y estable, capaz de mejorar la productividad y elevar los ingresos de los hogares en un contexto de menor influencia de la inversión.
Así, mientras la capacidad de inversión de antaño superaba la demanda doméstica, el exceso quedaba compensado en el exterior pero, ahora, entre la debilidad de la economía global y el papel predominante de Pekín en exportaciones, los excesos deben refocalizarse hacia casa. La receta del FMI pasa por una reforma financiera que permita una liberalización urgente de los mercados y la necesaria eficiencia de capital, si bien la duda gira en torno a si el hipertrofiado tamaño de China permitirá una transición sin daños irreparables.