
Érase una vez un ladrón que robaba a los ricos para dar a los pobres. Su leyenda superó las fronteras de su Inglaterra natal para instalarse en un imaginario colectivo necesitado de gestas para salvar una moneda y, con ella, el sueño de una integración supranacional europea.
Robin Hood ha inspirado a los líderes del Viejo Continente, pero en una repetición de la historia, el ideario del héroe encuentra la mayor hostilidad en territorio propio. El bosque de Sherwood donde libraba sus hazañas aparece en esta versión moderna en una placa tectónica de apenas tres kilómetros cuadrados responsable de una ruptura de consecuencias inciertas en la relación de amor-odio entre el Reino Unido y sus socios europeos.
Tras el realineamiento provocado por el veto de David Cameron a la reforma del Tratado de Lisboa, el primer ministro británico busca aún su papel en este cuento contemporáneo. Sheriff de Nottingham para los franceses, villano para los defensores del proyecto comunitario y héroe para los euroescépticos conservadores, el premier ha invocado el "interés nacional" para justificar su decisión. Nunca un mandatario británico había abandonado la mesa de negociaciones en Bruselas, ni atribuido a un sector pro- ductivo los valores del "interés nacional".
En una misma noche, sin embargo, los dos hitos se materializaron a la vez, inaugurando una nueva era que irremediablemente marcará el liderazgo de David Cameron.
Actividad de peso
En la caldeada sala que compartía con los demás jefes de Gobierno en la madrugada del 9 de diciembre, jugó sus cartas al órdago de la City. Y cuando sus compañeros de tablero no aceptaron sus reglas, decidió romper la baraja en nombre de un sector que aporta el 11% de la cesta fiscal del Gobierno.
Transcurridos tres años del colapso sistémico, de los millonarios rescates bancarios y de una crisis que no cesa, los servicios financieros han demostrado, una vez más, que su influencia cuenta con tentáculos capaces de llegar hasta Downing Street. Su peso en la economía británica es incuestionable. Aportan un 10% del PIB y manejan unos 4,7 billones de euros en activos. El 37 por ciento de las transacciones financieras internacionales se localizan en Londres. La industria financiera sitúa sus exportaciones en el ránking de las más exitosas y contribuye a un superávit de 48.000 millones en la balanza comercial británica.
En los años del boom, una de cada ocho libras que entraba en las arcas del Tesoro procedía de la City y actualmente genera unos 60.000 millones anuales en impuestos.
Al igual que los sueldos, los números resultan mareantes. Casi dos millones de personas trabaja directa o indirectamente en el sector y el 60 por ciento de las exportaciones de los servicios financieros internacionales de la Unión Europea se localizan en el conglomerado londinense. Por ello, la Administración Cameron entendió que el 10% de votos que le atribuiría al Reino Unido el sistema de mayoría cualificada no haría justicia a su importancia individual.
División interna
No obstante, paradójicamente, el objeto de su protección se muestra dividido ante el órdago. La City teme un aislamiento en un momento en que la Unión Europea se encuentra en plena revisión normativa.
Actualmente, de hecho, están vigentes ya 49 directivas y medidas desde Bruselas que le afectan e, independientemente de qué diga la letra pequeña, es difícilmente rebatible el hecho de que, con su ausencia del club, Reino Unido perderá influencia sobre las reglas del mercado. Esta nueva posición ha encendido las alertas acerca del riesgo de que, pese a que las resoluciones globales deberán adoptarse por los Veintisiete, el núcleo duro del que Londres se ha autoexcluido tomará paulatinamente posesión en la toma de decisión.
Lo más paradójico, además, es que la mayoría de la regulación británica en materia de capital, liquidez o estructura de las instituciones financieras es ampliamente más estricta que cualquier otra planteada en el continente, a excepción de la denominada Tasa Robin Hood, denostada por Cameron y su ministro del Tesoro.
No en vano, de los 55.000 millones que se estima podría recaudar anualmente, la mitad procedería de Londres. Hoy mismo, su Gobierno dará a conocer su veredicto sobre las revolucionarias propuestas de reforma de la Comisión Independiente de la Banca, que incluyen la radical apuesta de separar divisiones entre la comercial y la financiera, una idea que no se ha planteado ningún otro Estado miembro. Es más, entre las salvaguardas que el primer ministro reclamaba para la City figuraba el derecho de imponer a la banca mayores reservas de capital que el 9 por ciento que plantea la Eurozona.
Paralelamente, el veto tampoco garantiza independencia de acción para la City. No sólo el comisario de Economía europeo, Olli Rehn, lo ha subrayado ya, sino que lo asumen en casa. La Asociación de Aseguradoras Británicas, uno de los grupos más activos en su oposición a la Tasa Robin Hood, ha recordado que la decisión de David Cameron no evitará que la UE apruebe medidas potencialmente dañinas para los intereses domésticos. El planteado impuesto sobre las transacciones financieras, sin ir más lejos, afectaría a los consumidores y las consecuencias de una mayor armonización fiscal se dejarían notar por la pérdida de la propia influencia británica.
El Gobierno ha intentado calmar esta inquietud, al recordar que cualquier nueva directiva o regulación seguirá siendo abordada en plataformas en las que los Veintisiete están representados, como el Ecofin. El argumento, aunque coherente, no convence, puesto que la clave no es el sistema que impera, sino cómo el nuevo debilitará paulatina y significativamente la capacidad negociadora de Londres en cualquier debate futuro, un desenlace que incluso los más proteccionistas ven tan sólo cuestión de tiempo. En otras palabras, en lugar de un escudo protector para la City, lo que Cameron habría generado con su decisión es una exposición letal.
Poca celebración
En consecuencia, pocos son los que realmente celebran el nuevo estatus. El debate sobre si éste representa una amenaza para la posición como centro de referencia financiera en Europa ha calado desde las torres de cristal de Canary Wharf a los victorianos complejos de la City que albergan a los gigantes del mercado.
Es cierto que hay sectores que defienden que el primer ministro no tenía otra opción que la de defender la capacidad de Reino Unido para regular uno de sus activos principales, pero lo ven como el mal menor. El jefe de Inversiones en el fondo de gestión de activos Threadneedle, Mark Burgess, asegura que ya que los servicios financieros constituyen un eslabón mayor que en cualquier otro país comunitario, apuestas como la Tasa Robin Hood habría sido "muy perjudicial" para la economía británica. Sin embargo, la corriente mayoritaria teme que la autoexclusión de las negociaciones no represente más que el anticipo de un peligro superior.
La idea de 26 países, o un club de 'todos menos uno', abordando el futuro del libre mercado sin Reino Unido amenaza con dejar a éste sin influencia en la regulación. Algunos ejecutivos han elevado la voz públicamente, como el responsable de deuda senior de Norddeutsche Landesbank, Tom Brown, que escribió una carta al Financial Times la pasada semana para advertir de que la City estaría "acabada" si no hay un libre mercado con autonomía de movimiento de capital y de personas. Según él, muchos bancos extranjeros abandonarían la orilla del Támesis en beneficio de Dublín o Frankfurt, puesto que "el modelo de la City sólo funciona si funciona para la Unión Europea en su conjunto".
La duda es, por tanto, qué ha evitado el veto de Cameron. Si los servicios financieros británicos no están mejor protegidos por la silla vacía de lo que lo estarían si se sentase en la mesa de negociaciones, el objetivo de su decisión queda difuminado. Además, si el desenlace es malo para Reino Unido, también lo es para Europa, puesto que no le hace ningún favor tener a su centro financiero fuera de la habitación en la que se define la hoja de ruta. Las estructuras paralelas existentes en el modelo vigente complican la ecuación entre soberanía y cesiones a Bruselas y, con Londres fuera, las disputas competenciales pueden ser una trampa mortal para un Reino Unido aislado.
Una conclusión que otorga peso al argumento de que el veto de Cameron fue más un acto de política doméstica que de gobernanza internacional. Aun a riesgo de abrir serias espitas con sus socios minoritarios, los pro-europeístas liberal-demócratas, el premier necesitaba calmar las iras anti Bruselas de los cada vez más numerosos diputados conservadores euroescépticos. La coalición ha sobrevivido y, además, Reino Unido participará como "observador" en las negociaciones para el nuevo pacto.
No en vano, con las cifras en la mano, el sector financiero contribuye menos a la economía británica de lo que lo hace el industrial, uno de los primeros en alertar de los efectos del aislamiento en Europa. Según un estudio de la Universidad de Manchester, no sólo emplea a notablemente más trabajadores, sino que en los años de bonanza transcurridos hasta el zarpazo de la crisis, los impuestos pagados por la City representaban la mitad de los más de 450.000 pagados por la actividad manufacturera. Además, incluso pese a la jugosa contribución del sector financiero al erario, éste ha destinado nada menos que casi 350.000 millones de euros en inyecciones directas para evitar su colapso, una cantidad que, sumada a los diversos préstamos gubernamentales y subvenciones indirectas, se dispara a cerca de 1,5 billones de euros de dinero público.
Todo ello, en un país cuya deuda se habrá triplicado de los 600.000 millones de euros en 2006 a más de 1.800.000 una década después.