
Si los autobuses son el pariente desatendido de los trenes y los aviones, las estaciones de autobús son las hermanas pobres de las estaciones de tren y las primas lejanas aún más pobres de los aeropuertos. A menudo son consideradas como las construcciones más insustanciales del mundo de la arquitectura. Colocados en rincones no especialmente relevantes de la traza urbana de nuestras poblaciones, suelen ser edificios impersonales y anodinos de chapa metálica expuesta al sol y la lluvia.
Y si intentamos enumerar sus características más comunes nos encontraremos con que cuentan con un par de dársenas, un vestíbulo donde pasean viajeros con muy pocas ganas de estar allí, unas taquillas desganadas con unos taquilleros aburridos, unos aseos cuya limpieza a veces deja bastante que desear, y una cafetería donde sirven bollos pétreos y cafés igualmente pétreos.
Hay excepciones, claro. Se han construido algunos edificios de gran calidad cuyo uso es la parada de autobús. Dos buenos ejemplos serían la Estación Sur de Autobuses, obra de Rafael Torrelo; o la del barrio de Poppenbüttel en Hamburgo, diseñada por Michael Blunck y Martin Tamke. Sin embargo, como ven, las estaciones de autobús arquitectónicamente interesantes normalmente se levantan en las grandes ciudades, olvidando una vez más los pueblos. Cómo si no estuvieran ya lo suficientemente olvidados.
Y como los olvidos parecen ir juntos, hay regiones de España tradicionalmente relegadas al vagón de cola de la economía. El caso de Extremadura es bastante significativo porque, aparte de encontrarse en la parte inferior de las tablas de renta per cápita y producto interior bruto, también es estadísticamente una de las comunidades con menores ingresos turísticos. Lógicamente, nunca podrá competir con destinos vacacionales como las costas o con grandes urbes de atractivo cultural como Madrid o Barcelona; pero cuenta con lugares de enorme relevancia histórica, arqueológica y arquitectónica como Guadalupe, Mérida, Trujillo o Cáceres, además de un incipiente esfuerzo por fomentar el turismo rural.
Edificio valiente
Es precisamente en la suma de estas excepciones -parada de autobuses y entorno rural de Extremadura- donde nos encontramos uno de los edificios más valientes y más sugerentes de la arquitectura contemporánea de nuestro país: la estación de Casar de Cáceres.
Imagen cedida por José Antonio Cotallo López
Proyectado por Justo García Rubio en 1998 y finalizado a mediados de la década pasada, el edificio evita el concepto de apeadero en favor de un lugar real. Y me explico: si un apeadero alude a estancias cortas y efímeras, la estación de Casar quiere operar como un verdadero espacio de bienvenida y despedida a los viajeros que paren en esta población extremeña. Pero esta aproximación abstracta podría dar lugar a cien formalizaciones distintas; la que propone el arquitecto cacereño no solo habla de la función más obvia, sino también de la función simbólica que tienen los lugares de tránsito y que, en el fondo, poseen todas las obras de arquitectura, sean pudientes o modestas. Al fin y al cabo, la parada es el primer y el último edificio que experimenta un viajero de autobús. Por eso, pese a que Casar de Cáceres es un pueblo de menos de cinco mil habitantes, su estación no es solo un edificio: es una silueta y un signo. En palabras del propio García Rubio: "[...]un trazo, como un anagrama en el aire, como un látigo".
Constructivamente es una lámina de hormigón plegada varias veces sobre sí misma, de manera que los pliegues mayores funcionan como cubierta para el estacionamiento de los autobuses, mientras que los pliegues pequeños conforman los espacios de espera de los viajeros. Asimismo, el edificio cuenta con un sótano destinado a almacén, bar y aseos, si bien apenas sobresale, dejando así un campo visual libre a la silueta superior. Porque, en efecto, la cinta de hormigón parece dibujada en un único gesto a mano alzada, sin ángulos prefijados ni ataduras cartesianas.
De un trazo, se genera un juego doble entre la escala humana y la escala de la máquina. Entre el pliegue pequeño, de tamaño y porte similar a las casas del pueblo que rodean la estación, y el pliegue grande, que avanza para acoger a los autocares. Además, como se levanta entre una guardería y un colegio, el arquitecto introduce una componente lírica: "[...] con los niños pasando a todas horas por delante del edificio, sintiéndolo tan próximo, pensaba que a su capacidad de imaginar le podríamos hacer una llamada con una arquitectura que no fuera indiferente a su mundo de sueños".
Imagen de Flickr: Muffin
La lógica de su material
De hecho, mirándolo entre las casitas de cubierta de teja en un pueblo tan pequeño, se diría que el edificio está en parte sujeto por una materia extraña y casi onírica. Por un vuelo de creatividad pura. Pero, al margen de metáforas, la estación de Casar tiene otra característica de enorme interés constructivo y arquitectónico: la lógica de su material. No hay más que acercarse y acariciar la lámina para darse cuenta de que esa forma gestual, casi en movimiento, tiene mucho más que ver con la verdadera naturaleza del hormigón que una pared recta y lisa.
Porque el hormigón no es más que piedra líquida, su esencia material es líquida y sinuosa y solo se endurece tras fraguar. Pensar que la conformación formal del hormigón debe ser plana para poder colocarse en paredes, suelos y techos, es establecer una limitación consciente a la propia tendencia natural del material, que podría volar generando todos los cerramientos en una única pieza continua. Como hace la cinta del edificio de Justo García Rubio.
Los ciudadanos de Casar de Cáceres le llaman 'La patata frita', cosa que el arquitecto acepta con una sonrisa. Y es que quizás a los residentes no les convenza del todo las explicaciones arquitectónicas, espaciales, constructivas, técnicas o líricas de su estación, pero desde hace ya diez años cuentan con un regalo arquitectónico por el que merece la pena visitar su pequeño pueblo. Además de por la estupenda torta de queso, claro.