El campo debe moverse, debe explicar a las autoridades de la competencia su realidad, al tiempo que debe tomar medidas para adaptarse a la realidad del mercado.
Como casi todos los años, a estas alturas de ejercicio vivimos un tradicional deja vù en el que los productores se quejan de las cotizaciones de sus productos, ya sean hortalizas, aceite o porcino ante la general indiferencia de todos. Lo cierto es que, tras cuatro años de crisis, con los alimentos como elementos de atracción de los consumidores a los centros de la gran distribución, y con los costes de producción manteniendo su tendencia ascendente, el problema deja de ser coyuntural y se plantea ya como un desafío estructural, que está poniendo en cuestión la rentabilidad de los productores y de las empresas de comercialización.
La evolución de los negocios en la cadena agroalimentaria en las últimas décadas ha devenido en el momento actual, en la que es el último eslabón de la misma, el agente que concentra un mayor poder. Dicho poder se refleja en la imposición cuasi unilateral de las condiciones de venta del producto, incluyendo presentación, calidad y plazos de pago. La estrategia ante esta distribución minorista, muy concentrada y adaptada a las necesidades del consumidor final, no puede pasar por el enfrentamiento directo, cuya consecuencia seguramente sería dolorosa para ambas partes. Pero tampoco es sostenible la actual situación, en la que las rentabilidades de la oferta se acercan a la zona de pérdidas o están ya directamente en ella. Es obvio que hay que buscar un reequilibrio de esta cadena, para repartir de forma más homogénea tanto los ingresos como los costes de la misma.
A corto plazo, la única herramienta que les queda a los productores (enormemente atomizados) es llegar a acuerdos sobre las cantidades y/o calidades comercializadas, con el ánimo de forzar los precios por encima de los niveles de dumping en los que se están vendiendo muchos de los productos. El problema es que, ante estas medidas, las autoridades de la competencia están respondiendo de manera sistemática con condenas y multas a los productores. El argumento de la colusión sería válido si dichos acuerdos estuvieran generando la aparición de "beneficios extraordinarios" en el lado de la oferta; en realidad son meras estrategias de supervivencia para no vender por debajo de coste. Las prácticas oligopolísticas no se pueden mantener a largo plazo en estructuras de oferta tan diseminada (más parecidas, en realidad, a la competencia perfecta).
A largo plazo el acuerdo es la única solución. Si la agricultura europea quiere sobrevivir tiene que aprender a entenderse con la industria y con la distribución minorista. No hay vuelta de hoja. Posiblemente eso suponga tener que reestructurar sus empresas de comercialización, emprendiendo de una vez por todas la integración de la oferta (al modo de lo sucedido con el sector del lácteo en los países nórdicos). Posiblemente suponga tener que invertir en investigación y en el desarrollo de nuevos productos y capacidades. O compartir el riesgo con la gran distribución. O alternativas que ahora mismo ni siquiera se nos pasan por la imaginación.
En cualquier caso, el campo debe moverse, debe explicar a las autoridades de la competencia su realidad (a las europeas y a las nacionales) al tiempo que debe tomar medidas para adaptarse a una realidad de mercado que puede no gustar, pero que es imposible ignorar.