Opinión

Europa: ¿amiga o enemiga de Estados Unidos?

Desde que Donald Trump asumió la presidencia de los Estados Unidos, en enero de 2017, su conducta ha sido asombrosamente errática, pero sus políticas fueron más coherentes que lo que preveía la mayoría de los observadores. La volatilidad de Trump fue desconcertante, pero en general actuó de conformidad con las promesas que hizo en la campaña y con ideas que sostenía mucho antes de que nadie considerara posible su elección. Esto ha llevado al surgimiento de una nueva industria informal dedicada a producir teorías racionales de la conducta aparentemente irracional de Trump.

El desafío más reciente es encontrarle sentido a su postura ante Europa. En un mitin del 28 de junio, Trump declaró: "Amamos a los países de la Unión Europea. Pero está claro que la Unión Europea se creó para aprovecharse de Estados Unidos. Y ¿saben qué?, no podemos permitirlo". Durante su reciente viaje al continente, calificó a la UE de "enemiga" y "posiblemente tan mala como China". En relación con el Brexit, declaró que la primera ministra británica Theresa May debería haber "demandado" a la UE. Luego, el 25 de julio, llegó la tregua: Trump y Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, acordaron trabajar juntos en una agenda de libre comercio y reforma de la Organización Mundial del Comercio.

Así que al parecer somos amigos otra vez (o acaso sólo estemos descansando hasta que se reanude la disputa). Pero subsisten las preguntas más profundas: ¿A qué se deben los reiterados ataques de Trump al aliado más antiguo y confiable de Estados Unidos? ¿Cuál es el motivo del profundo desprecio que aparentemente siente por la UE? ¿Qué sentido tiene que Estados Unidos intente debilitar a Europa, en vez de estrechar la cooperación para proteger sus intereses económicos y geopolíticos?

La actitud de Trump es particularmente sorprendente, dado que el veloz surgimiento de China como un rival estratégico es el principal problema de seguridad nacional de Estados Unidos. Contra lo que se esperaba, China no ha convergido con Occidente ni en lo político ni en lo económico, porque sigue dándole al Estado y al partido gobernante un papel coordinador mucho mayor. Geopolíticamente, China se ha lanzado a establecer redes clientelares, de lo que el ejemplo más visible es la Iniciativa de la Franja y la Ruta, y pretende "fomentar un nuevo tipo de relaciones internacionales" diferente del modelo promovido por Estados Unidos en el siglo XX. Al mismo tiempo, inició un importante proceso de acumulación militar. Es evidente que el principal desafío a la supremacía mundial de Estados Unidos no es Europa, sino China.

La estrategia para China del expresidente Barack Obama combinaba el diálogo con la presión. Esto incluyó lanzar dos megaalianzas económicas sin participación de China o Rusia: el Acuerdo Transpacífico (con otros once países de la cuenca del Pacífico) y la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión con la Unión Europea. Pero Trump retiró a Estados Unidos del ATP y aniquiló la ATCI antes de que naciera. Después generó una fractura comercial con la UE. Y luego atacó a la UE y a sus Estados miembros, especialmente Alemania.

Hay tres explicaciones posibles. Una es la peculiar obsesión de Trump con los desequilibrios comerciales bilaterales. Según esta idea, Trump considera a Alemania, el resto de Europa y China como competidores igualmente amenazantes. Pero esto no tiene sentido económicamente para nadie más que él. Y el único resultado que puede esperar de esta estrategia es dañar y debilitar la vieja alianza atlántica. Sin embargo, a Trump se lo oye quejarse de ver Mercedes en las calles de Nueva York al menos desde los noventa.

La segunda explicación es que Trump quiere evitar que la UE se posicione como un tercer contendiente en un juego trilateral. Si Estados Unidos pretende convertir la relación con China en una lucha bilateral por el poder, tiene buenos motivos para ver en la UE un obstáculo. Porque se rige por normas, la UE no puede sino oponerse a una idea puramente transaccional de las relaciones internacionales. Además, una Europa unida y con poder sobre el acceso al mayor mercado del mundo no es un jugador de poca monta. Pero con una UE disminuida, e incluso desbandada, los países europeos, débiles y divididos, no tendrían más alternativa que encolumnarse detrás de Estados Unidos.

Finalmente, una lectura más política de la conducta de Trump es que está buscando un cambio de régimen en Europa. De hecho, no ha ocultado su creencia en que Europa está "perdiendo su cultura" porque permitió a la inmigración "cambiar su composición". Y Stephen Bannon, exdirector de estrategia de Trump, anunció que pasará la mitad del tiempo en Europa para ayudar a construir una alianza de partidos nacionalistas y obtener la mayoría en la próxima elección de mayo para el Parlamento Europeo.

Hace unas semanas, sólo la primera lectura parecía creíble. Las otras dos se podían descartar como fantasías inspiradas por teorías conspirativas. Ningún presidente estadounidense presentó jamás a la UE como un complot para debilitar a Estados Unidos. De hecho, todos los predecesores de Trump de la posguerra se hubieran horrorizado ante la idea de una disolución de la UE. Pero el presidente estadounidense ha ido demasiado lejos para que Europa pueda descartar los escenarios más sombríos.

Éste es un momento crucial para la UE. La creación del bloque comenzó en los cincuenta bajo el paraguas de seguridad y con la bendición de Estados Unidos. Se ha ido construyendo desde entonces como un experimento geopolítico con protección de Estados Unidos y en el contexto de un sistema internacional liderado por este país. Por este motivo, sus dimensiones externas (económica, diplomática o de seguridad) siempre han sido secundarias respecto de su desarrollo interno.

La reciente crisis indica que esto cambió. Europa debe ahora definir una postura estratégica frente a un Estados Unidos más distante y posiblemente hostil, y frente a potencias en ascenso que no tienen motivos para mostrarle amabilidad. Debe defender sus valores. Y debe decidir con urgencia qué hará en materia de seguridad y defensa, política para el vecindario y protección de la frontera común. Esta prueba es decisiva.

Económicamente, la UE todavía tiene potencial para ser un actor global. Cuenta para ello con importantes activos: el tamaño de su mercado, la fuerza de sus grandes empresas, una política comercial unificada, una política regulatoria común, una única autoridad de defensa de la competencia y una moneda sólo superada por el dólar. Puede (y debe) usar esos activos para impulsar una remodelación de las relaciones internacionales que responda a los legítimos motivos de queja de Estados Unidos en relación con China y a las legítimas inquietudes de China respecto de su papel internacional. Europa ha liderado la lucha contra el cambio climático; puede hacer lo mismo en temas de comercio internacional, inversión y finanzas.

El principal problema de Europa es político, no económico. El desafío que enfrenta llega justo cuando está dividida entre isla y continente, norte y sur, este y oeste. Y plantea preguntas fundamentales: ¿Qué define a una nación? ¿Quién debe hacerse cargo de las fronteras? ¿Quién garantiza la seguridad? ¿Se basa la UE en valores compartidos o en un mero cálculo de intereses nacionales?

Si la UE no logra redefinirse para un mundo que es fundamentalmente diferente al de hace diez años, es probable que no sobreviva como una institución significativa. Pero si lo logra, puede recuperar ante los ciudadanos un sentido de propósito y legitimidad erosionado por años de reveses económicos y políticos.

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