
Las recetas de Krugman no valen para Europa porque ésta carece de una gobernanza real.
El prolífico Paul Krugman (1953), premio Nobel de Economía 2008, profesor de Economía y Asuntos Internacionales de la Universidad de Princeton, columnista de éxito en el New York Times desde 2000, crítico acerbo de las políticas de Bush y amigo y mentor del presidente Obama, se ha convertido en Europa en general y en España en particular en referente del progresismo socialdemócrata, tan desorientado en los últimos años después de que en el Viejo Continente la izquierda perdiese sucesivamente el gobierno en Alemania, Italia, Reino Unido, España, Portugal, Grecia? Krugman ha sido el permanente paradigma de las políticas keynesianas anticíclicas de demanda -incrementar el gasto mediante una política fiscal expansiva- en lugar de las de oferta, que tratan de reducir el gasto en la lucha contra las fases recesivas del ciclo económico.
Las teorías de Krugman no se limitan al análisis económico: como sucede con frecuencia en la izquierda económica, existe en el discurso una impregnación política de alcance ético. Así, en su caso, el publicista norteamericano defiende la primacía de la política sobre la economía y postula la regulación del sistema financiero no sólo por razones de eficiencia sino de equidad. En este sentido, el sedicente liberal en sentido norteamericano -su columna se llama "La conciencia de un liberal"- se asemeja a un socialdemócrata clásico europeo.
Sucede sin embargo que aquellas recetas macroeconómicas que son válidas en el contexto norteamericano no resultan directamente aplicables en el europeo. Y esta evidencia, que resulta obvia para quienes estamos a este lado del Atlántico, parece muy difícil de advertir para algunos que residen al otro lado. Así, es claro que las políticas expansivas llevadas a cabo por Obama sin mostrar preocupación por el déficit público, que allí no plantea problema alguno de financiación (los bonos norteamericanos siguen siendo el mejor refugio de los inversores de todo el planeta), han rendido frutos evidentes y han permitido al gran país salir con rapidez de la crisis, después de sanear a velocidad envidiable su también dañado sistema financiero.
En Europa, en cambio, la recomendación de aplicar estímulos fiscales es música celestial: Europa no es un estado federal con un Gobierno único, un banco central con mandato dual -velar por la estabilidad monetaria y por el crecimiento económico- y con una sola política económica. La eurozona es todavía una entelequia -y lo seguirá siendo en parte después de la entrada en vigor del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza- en que los costes de financiación de la deuda varían de Estado a Estado, y el concepto de eurobonos, basado en la mutualización del riesgo, sólo podría lanzarse una vez que existiera una verdadera gobernanza extendida al conjunto.
En otras palabras, Europa sólo se parecerá a los Estados Unidos y admitirá las recetas de Krugman cuando haya culminado el proceso de integración federal. Mientras tanto, habrá que hablar aquí de crecimiento teniendo en cuenta las fuertes asimetrías del conjunto.
Por resumir, la prédica de Krugman -un gran especialista en la materia por la que fue premiado con el Nobel: globalización y libre comercio- debería trascender del plano economicista para centrarse en el problema político de la desagregación de Europa. Curiosamente, uno de sus libros más famosos, La conciencia de un liberal, de 2007, que lleva el mismo título que su columna periodística, insta a todos los norteamericanos a "recuperar el control de su destino económico". Éste debería ser el designio europeo que a todos nos concierne, y que no consiste tanto en complementar el Pacto de Estabilidad con el Pacto por el Crecimiento cuanto en apresurar el paso en la integración política de Europa. Porque para que haya eurobonos no basta con la buena voluntad de la señora Merkel; hace falta un Gobierno europeo capaz de formalizar la garantía solidaria sobre sus títulos de deuda.
Visto de otra manera, el problema europeo no consiste en evitar la ruptura del euro, que ya se sobrepone a una fractura que queda de manifiesto a través de la diversidad de los costes de financiación, sino en avanzar políticamente en el edificio político europeo. Si la Unión anda sobre las dos patas de la economía y la política, la cortedad de ésta condena a Europa a una antiestética cojera, con serio riesgo de caída.