A medida que el destino federal de Europa se aproxima, se desvela un segundo fallo en el proyecto europeo, mucho más profundo que la contradicción entre las políticas monetarias y fiscales de los países de la eurozona.
Todos están de acuerdo en que Europa se enfrenta al obvio dilema de abandonar el euro o dar un salto cuántico hacia un "verdadero Gobierno económico europeo", como explicaba el presidente Sarkozy tras la reunión de París.
Eso, en la práctica, significa dos cosas. La primera es una sustitución parcial de las deudas de los Gobiernos nacionales por los llamados eurobonos, garantizados solidariamente por todos los países de la eurozona y sus contribuyentes. Es una idea a la que Alemania, Austria y otros países acreedores se han opuesto rotundamente y que ha vuelto a rechazarse, aunque la resistencia sea cada vez más débil.
La segunda condición, que los países acreedores exigen quid pro quo, es un control centralizado de los impuestos y el gasto estatal por parte de un tesoro federal europeo con poderes de veto sobre las políticas fiscales de todos los Estados miembros. Como es lógico, la propuesta ha contado con la oposición de Grecia, Italia, España y otros países deudores, aunque la resistencia también es cada vez más débil. Que coloquen al presidente de la UE, Herman Van Rompuy, a cargo de un nuevo comité no ha sido exactamente un paso en esa dirección.
Los fallos
Dicho eso, el primer fallo fundamental del proyecto europeo (la contradicción entre una moneda única y la multiplicidad de políticas fiscales nacionales divergentes) podría acabar resolviéndose a favor de una solución federal, que fue desde el principio la intención de los padres fundadores del euro, François Mitterrand y Helmut Kohl.
Ahora Europa debe abordar el segundo fallo: que las concepciones alemana y francesa de una Europa federal son incompatibles entre sí. Ambos países no sólo comparten teorías muy distintas de la centralización y descentralización, sino que sus visiones de una Europa federal son fundamentalmente antagónicas en términos de políticas de poder.
Los alemanes se creen la súperpotencia económica europea y, como tales, tienen derecho a gestionar la eurozona de acuerdo con su modelo. Los franceses también están convencidos de ser líderes históricos de la diplomacia, intelectualidad y burocracia, y por lo tanto se ven como los gestores naturales de todas las instituciones europeas. El verdadero problema que debe resolverse ahora, si se quiere que el euro continúe, no es la necesidad o no de una Europa federal, sino si la federación incipiente estará dirigida por Francia o Alemania.
Por el momento, Berlín se supone dominante por su condición de pagadora de la crisis del euro, pero si Sarkozy juega bien sus cartas, podría demostrar lo contrario. Supongamos que París reaccionara ahora con una propuesta bastante modesta, explicando que Alemania se ha negado a sostener al euro en esta crisis. Berlín ni ha aceptado emitir eurobonos con garantía solidaria, ni ha permitido que el BCE refinancie a Italia, España y Grecia comprando bonos. Los políticos germanos defienden que los países incapaces de saldar sus deudas deben ser expulsados del euro, pero ¿y si diéramos la vuelta a la tortilla y echáramos a Alemania?
'Sudo' vs. 'neuro'
Dada su poca solidaridad hacia otros países de la eurozona, se les podría pedir educadamente que se vayan. Alternativamente, la decisión podría provocarle una revuelta política o decisión judicial en Alemania si los demás euromiembros invalidan sus objeciones y obligan al BCE a comprar grandes cantidades de deuda italiana y española. Berlín emitiría un nuevo marco, y los países restantes tendrían que tomar la sencilla decisión de seguir a Alemania fuera del euro o continuar en un grupo pequeño y liderado por Francia, similar a la Unión Monetaria Latina que aglutinó a Francia, España, Italia, Grecia y Bélgica entre 1866 y 1908.
El pseudoeuro del sur se mereció el apodo de "sudo" en un artículo satírico que publicó hace algunos años Martin Taylor, ex consejero delegado de Barclays. En él, sugería que los países septentrionales como Austria y Holanda, que comparten la misma neurosis inflacionaria que Alemania, podrían crear una moneda común rival, el "neuro", aunque la falta de apetito alemán ante más experimentos de cooperación monetaria posiblemente no lo permitiría.
La retirada voluntaria de Berlín plantearía muchos menos problemas jurídicos e institucionales que la desmembración del euro provocada por la expulsión forzosa de Grecia, Italia o España. Se podría conceder al país una derogación del tratado de Maastricht, como a Gran Bretaña y Dinamarca. Los titulares de bonos germanos no pondrían objeción, porque sus capitales pasarían a convertirse en una moneda más fuerte, el nuevo marco.
El BCE seguiría como hasta ahora, pero sin directivos alemanes (ni holandeses o austriacos), y ya sin el veto germano, tendría la libertad de comprar al instante cantidades ilimitadas de bonos italianos y españoles, del mismo modo que el Banco de Inglaterra y la Reserva Federal de EEUU han adquirido bonos de sus Gobiernos. Con el tiempo, los euromiembros restantes negociarían un nuevo tratado y crearían un ministerio federal de economía, encargado de emitir bonos de garantía solidaria y administrar unas políticas fiscales comunes.
Para todos los países latinos, Francia incluida, esta situación presentaría enormes ventajas y ningún inconveniente verdadero. Recuperarían el control de su moneda y podrían utilizarla para canjear sus deudas estatales. Serían capaces de devaluar a voluntad sin provocar guerras comerciales con sus vecinos latinos. Para Francia, las ventajas geopolíticas serían mayores aún, ya que dejaría de verse condenada a ser el segundo plato ante Alemania y no perdería su carácter nacional, pretendiendo ser más alemana que los alemanes.
Los países de Europa central acudirían en bandada a unirse al "sudo" ante la alternativa de unas monedas sobrevaloradas. Más importante aún, Polonia y Hungría preferirían de largo verse como países europeos siguiendo el liderazgo francés que como colonias económicas alemanas. Lo mejor de todo para Francia es que su élite burocrática volvería a ocupar el puesto de líder incuestionable del proyecto federal europeo.
Mientras, los exportadores y bancos alemanes sufrirían la madre de los brotes deflacionarios, hasta el punto de que Alemania podría tener que volver con el rabo entre las piernas a implorar su reincorporación a una unión monetaria liderada por París. En resumen, la diplomacia gala tiene la oportunidad de establecer, de una vez por todas, su superioridad sobre el poderío industrial germano en tanto que fuerza dominante en Europa. Donde fracasaron Clemenceau y Napoleón, podría triunfar Sarkozy... ¡El día de la gloria ha llegado!
Anatole Kaletsky, director adjunto y jefe de Economía del diario The Times.