
Como era previsible, los mercados han considerado insuficientes las medidas planteadas por los líderes de la UEM para conjurar la crisis de deuda europea que se ha extendido a España e Italia.
El temor de los inversores se ha visto fortalecido por la rebaja de la calificación de los bonos norteamericanos y por las expectativas de una ralentización del crecimiento económico en EEUU y en Europa que incluso puede desembocar en una nueva recesión. A lo largo de la historia, los colapsos bancarios se han visto seguidos por crisis de deuda creadas por los intentos de los Gobiernos de reactivar la economía a golpe de gasto público.
Por desgracia, con un alto endeudamiento del sector privado y un deterioro sustancial del sistema financiero, los estímulos keynesianos no funcionan. Inmersas en un proceso de desapalancamiento, las familias y las empresas no demandan crédito y, cuando lo hacen, los bancos no tienen capacidad para prestar. En este escenario, el aumento del binomio déficit-deuda sólo conduce a un incremento exponencial del endeudamiento total de la economía, que en un contexto de recesión y/o de estancamiento pone en cuestión la solvencia de los Estados. Ésa es la situación europea.
La teoría económica y la evidencia empírica enseñan que las pérdidas de confianza tienden a generar un ciclón de dudas sobre la solvencia de los países afectados por ellas. Una vez iniciado ese proceso, su reversión es harto complicada.
Los temores
Cuando los inversores consideran que un país tiene posibilidades de suspender pagos, éste debe abonar una prima de riesgo para seguir financiando su endeudamiento. Sin embargo, esta situación se vuelve insostenible cuando elementos endógenos (falta de disciplina fiscal o medidas estructurales para animar la actividad) o exógenos (un dramático deterioro de las expectativas de crecimiento) aumentan el riesgo de que no sea capaz de hacer frente a sus obligaciones.
A partir de ese momento, los potenciales prestamistas ya no compran deuda aunque se les ofrezcan unos tipos de interés cada vez más elevados. En el caso europeo, los temores de los inversores se ven agudizados por la fragilidad de los bancos continentales que, además, han invertido sumas astronómicas en bonos de los Estados más castigados por la crisis.
El peligro real estriba en un hecho que se olvida con demasiada frecuencia: el equilibrio del mercado financiero concierne a los stocks, no a los flujos. En román paladino, lo relevante no es el porcentaje de deuda que debe financiarse en los próximos meses, sino la totalidad de la deuda nacional, pública y privada. Esto se traduce en la existencia de un problema de solvencia, no de liquidez. En ese punto se encuentran Grecia, Irlanda, Portugal y, guste o no, España e Italia. Francia y Bélgica tienen todas las papeletas para ser los siguientes.
Alto riesgo
Así pues, la coyuntura es de alto riesgo. El ciclón tiene serias probabilidades de llevarse por delante el euro, fenómeno que tendría unas consecuencias imprevisibles, pero sin duda dramáticas sobre la economía y las finanzas globales. Ante este panorama, medidas como las aprobabas en la Cumbre Europea de julio llegan tarde y son insuficientes.
La decisión del BCE de comprar bonos españoles e italianos es la contrastación de la anterior afirmación. Sin embargo, el recurso al instituto emisor para solventar el problema plantea serios interrogantes. Por un lado, la institución presidida por Trichet se verá forzada a adquirir bonos no sólo de España y de Italia, sino de cualquier otro Estado de la Eurozona que o bien no logre colocarlos en el mercado, o lo tenga que hacer a un precio prohibitivo. A la vista de la evolución de los acontecimientos, esto es inevitable.
Por otro lado, a priori, el BCE con sus recursos propios no puede absorber de manera indefinida bonos, lo que antes o después le obligará a hacer frente a reestructuraciones de deuda que causarán un impacto negativo sobre los balances de las entidades financieras, algo que tendrá también que cubrir la autoridad monetaria salvo que opte, extremo improbable, por dejarles quebrar.
Monetizar la deuda
En esa tesitura, el BCE está abocado a una dinámica de monetización del endeudamiento para soportar la indisciplina presupuestaria de los Gobiernos y su negativa a poner en marcha las reformas estructurales imprescindibles para crecer. Ese tipo de cooperación entre la política fiscal y la monetaria es lo que intentó siempre impedir la demanda de autonomía para la banca central.
El recurso a utilizar la máquina de hacer billetes para convalidar y financiar el déficit y la deuda ha sido la madre de casi todas las grandes inflaciones registradas a lo largo de la historia. En concreto, fue el origen de la estanflación de mediados y finales de los años 70 del siglo XX, de las hiperinflaciones latinoamericanas, etc. Un régimen monetario no inflacionario tiene dificultades para sobrevivir en presencia de un déficit público alto y permanente. Por desgracia, ésta es la situación de la economía europea en el corto y en el mediano plazo (ver Sargent T. & Wallace N., Some Unpleasant Monetarist Arithmetic, Federal Reserve Bank of Minneapolis, 1981).
Por otra parte, la base teórica de esa política, avalada por los hechos, es contundente: los Gobiernos enfrentados a un muy elevado y/o creciente nivel de endeudamiento encuentran cada vez más dificultades para cubrir ese desequilibrio en el mercado de capitales. Además, se resisten ellos mismos y se enfrentan a una fuerte y amplia oposición para subir los impuestos y/o a disminuir el gasto para conseguir cerrar o rebajar el agujero de las finanzas públicas. Para más inri, creen que la monetización de la deuda reduce el efecto expulsión sobre la demanda privada generado por las necesidades de financiación del sector público. Por tanto, la tentación de monetizarlas es muy elevada. Como en la UEM los Estados aislados no tienen posibilidades de hacerlo, el BCE ha de realizar ese papel.
Ahora bien, los resultados de esas iniciativas generan expectativas de un aumento de la inflación y, con ella, se anticipa una subida de los tipos de interés que lastra cualquier posibilidad de reanimación de la economía. En otras palabras, el impuesto inflacionario es un mecanismo que cobra mayor atractivo a medida que el binomio deuda/déficit es más alto, y Europa parece haber optado por esa vía. La arquitectura monetaria de la UEM, con un BCE cuyo único objetivo era ocuparse de la estabilidad de precios, ha saltado en pedazos. En realidad, ya no queda nada del marco institucional que soportaba el euro.
Lorenzo B. de Quirós, Miembro del Consejo Editorial de elEconomista.