Opinión

Antonio Papell: El dilema de la crisis: más presión fiscal o menos inversión

Mientras la política comienza a salir lentamente de la modorra de agosto, el Gobierno debe estar meditando acerca de la encrucijada en que se encuentra y de cuyo desenlace, que quedará especificado en los próximos Presupuestos Generales del Estado, dependen el ritmo y la intensidad de la salida de la crisis económica.

En efecto, el severo ajuste anunciado en mayo, que quizá haya que rectificar todavía al alza en la segunda parte del año para que se cumplan los compromisos de reducción de déficit (es preciso llegar al 6% en 2010), ha dañado la inversión pública -6.400 millones de euros en infraestructuras se recortarán entre este año y el próximo-, lo que redundará evidentemente en una ralentización del crecimiento y en una subida perceptible del desempleo.

Las constructoras, que son también empresas de servicios (recogida de basuras, etc.), están evidentemente alarmadas por dicho recorte y por la falta de recursos de las corporaciones locales: aunque no temen por su solidez porque todas ellas están fuertemente internacionalizadas y diversificadas, la decadencia del negocio doméstico les obligará a una reestructuración.

Rodríguez Zapatero ya ha advertido de que ese efecto puede producir un parón económico en el tercer trimestre que nos devuelva al estancamiento, después de tímido repunte del 0,2% del segundo trimestre.

Las dos opciones del Gobierno

Así las cosas, el Gobierno tiene dos posibilidades: intentar reducir el recorte en inversión, un designio que ya se ha insinuado, para minimizar en lo posible la contracción del sector y de la economía, compensando este aumento del gasto con un incremento discreto de la presión fiscal (ésta ha sido la sugerencia del ministro de Fomento), o resignarse y afrontar con estoicismo la adversidad confiando en que el sector exterior obre el milagro.

El fuerte crecimiento de Alemania y el mejor comportamiento de las economías de los países grandes de la UE permiten alentar esta esperanza.

La opción de subir los impuestos es arriesgada: si la economía no muestra un mejor comportamiento, es probable que por este medio no se consiga un aumento sensible de la recaudación. El efecto desincentivador de una mayor presión fiscal puede compensar la subida de tarifas, con lo que se lograría el efecto contrario al pretendido.

A menos, claro está, que la mayor carga recaiga exclusivamente sobre sujetos fiscales que no padezcan por ello, como las personas con mayores rentas, pero en este caso lo que se recaude no pasará de ser simbólico.

Es probable que, a la postre, el Gobierno adopte una solución intermedia: leve subida de la presión fiscal y leve recuperación de la inversión desechada. El margen de maniobra es escaso. Pero este dilema y su solución no deberían alejar la atención de la verdadera urgencia: las reformas estructurales. Éstas son las que pueden proporcionar a la economía más productividad y mayor dinamismo, facilitando la recuperación de la actividad en sectores de mayor valor añadido.

Aún se está a tiempo de ultimar una reforma laboral profunda y útil para el objetivo buscado, que es la mayor flexibilidad del tejido económico. Y debe apresurarse el paso en la implementación de la reforma de la educación y en la búsqueda del pacto energético. Además, debe reformarse la Seguridad Social para lanzar un mensaje positivo al mercado.

Todo ello, unido a una reforma más intensa y progresiva de la administración y del sector público para incrementar su eficiencia, debe ser el gran motor que sustituya paulatinamente a los demás motores gripados: la construcción residencial y la inversión en infraestructuras.

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