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En las entrañas de Lehman Brothers: así trajo Dick Fuld el caos al banco de inversión

Dick Fuld, al frente del banco de inversión desde 1993, lo dirigía como si estuviera en guerra, sin mirar los indicios de crisis. Lo narra el director de Comunicación. La temperatura de la sala bajó varios grados cuando se oyó la voz del jefe por el auricular del teléfono. "No creo que vayamos a quebrar esta misma tarde", dijo, "pero tampoco lo puedo asegurar al 100%. Están pasando muchas cosas extrañas...".

Las cuatro personas que estábamos reunidas en las oficinas de Lehman Brothers en Canary Wharf nos miramos con los ojos como platos. Acabábamos de pasar un día entero al teléfono, en un intento desesperado por tranquilizar a periodistas, inversores, banqueros y a cualquiera que nos quisiera escuchar. Ése era nuestro cometido como miembros del equipo de comunicación de Lehman.

Antes de la quiebra

Una y otra vez, tuvimos que repetir que el banco iba bien y rebosaba de efectivo. Desde luego que el precio de las acciones había caído un 48% en Nueva York, pero no era más que una reacción de pánico ante el colapso de otro banco de inversiones. Además, las autoridades de EEUU habían dejado claro que no permitirían que otra entidad se fuera a pique.

Y, sin embargo, ahí estaba uno de los altos cargos de Lehman, reconociendo en privado que ni siquiera podía estar seguro de que una pérdida repentina, precipitada y contagiosa de confianza del mercado no fuera a arrastrar a su compañía, a sus más de 26.000 empleados y a su nombre comercial de 158 años, al olvido.

Era 17 de marzo de 2008, un día después de que el rival menor neoyorquino de Lehman, Bear Stearns, cayera en los brazos de uno de los mayores bancos del mundo, el poderoso JP Morgan, en una boda de penalti que casi aniquila a los accionistas y cuesta sus empleos a miles de agentes muy bien pagados. Como resultado, Wall Street se vio ofuscada por el pánico y el punto de mira era Lehman Brothers.

El mercado tiene una expresión para esta clase de situaciones: espiral de la muerte. Los acreedores y socios comerciales se asustan por la caída del precio de las acciones y amenazan con cortar las líneas de crédito. La alarma se amplifica con la instantaneidad de las comunicaciones modernas. El miedo se alimenta a sí mismo y las profecías catastróficas sólo consiguen empeorar las cosas. Nuestros mercados financieros, libres e integrados globalmente, resultaron ser un castillo de arena.

Aquel día, los que estábamos reunidos en Canary Wharf vimos el escenario con una claridad aterradora. El mercado, cruel e implacable, se preguntaba si Lehman, el más pequeño y vulnerable de los gigantes de la banca global de inversiones, sería el siguiente.

Y lo fue. El 15 de septiembre, Lehman Brothers Holdings se acogió en Nueva York al epígrafe nº 11 del reglamento de protección contra la bancarrota.

El camino hacia el colapso

¿Cómo es que la caída de Lehman pilló por sorpresa a los operadores financieros más sofisticados y poderosos del mundo? ¿Por qué ninguna autoridad supo, por lo visto, pronosticar las consecuencias internacionales del colapso de Lehman con la claridad suficiente como para querer evitarlas? ¿Podía o debería haberse evitado? Estas cuestiones tienen un interés más que ocasional tanto para mí como para los miles de personas que trabajábamos en Lehman Brothers. Aún me deben el dinero que me prometieron cuando me marché del banco en septiembre.

Dejemos una cosa clara: mi papel en este seísmo fue pequeño. Me incorporé a Lehman Brothers, en Londres, en calidad de director de comunicaciones corporativas en junio de 2006, tras una larga carrera en el periodismo financiero. La compañía parecía un lugar seguro y atractivo mientras surcaba una ola de dinero fácil y el banco crecía. Como enseguida aprendí, ninguna otra persona encarnaba mejor esa ambición del salto que Dick Fuld, el hombre de una intensidad casi insoportable que había sido presidente y consejero delegado de Lehman desde 1993.

En aquella época había levantado Lehman Brothers hasta convertirla en uno de los centros neurálgicos de Wall Street, con be- neficios anuales que aumentaban año tras año, de 113 millones de dólares en 1994 a una cifra récord de 4.200 millones de dólares en 2007. El precio de sus acciones se había multiplicado por veinte.

Fuld había enriquecido fabulosamente a muchas personas (accionistas, empleados y, por supuesto, a sí mismo) y en los ocho mejores años se había llevado a casa la nada desdeñable cifra de 300 millones de dólares, financiando cinco viviendas, la afición de su mujer Kathy por el arte moderno y multitud de actividades filantrópicas. Fuld inspiraba mucha fidelidad y, en ocasiones, temor.

"Les arrancaría el corazón"

Su ferocidad llegaba a amedrentar. Siempre decía que Lehman estaba "en guerra" en el mercado. Cada día era una batalla y los empleados eran tropas. En una conferencia en Londres la primavera pasada, vi cómo dejaba pasmados a varios cientos de sus directores generales con una amenaza dirigida a los inversores que vendían a la baja acciones de Lehman. "Si encuentro a un vendedor a la baja, le arranco el corazón y me lo meriendo delante de él mientras siga con vida", declaró el presidente.

Histrionismo, tal vez, pero con propósito. Fuld utilizó esta agresión para consolidar su reputación como el consejero delegado de mayor éxito del negocio bancario. Eso, que en las épocas buenas no parecía importar demasiado, trajo consigo un sentimiento de autocomplacencia.

Así, cuando el mercado hipotecario estadounidense se estancó y se observaron los primeros signos de una crisis crediticia, en julio y agosto de 2007, los directivos de Lehman se jactaban de encontrarse en una posición mucho más favorable para capear el temporal. Incluso cuando las propias cifras trimestrales de Lehman empezaron a verse realmente afectadas, las señales de advertencia se ahogaron bajo los recordatorios festivos de que 2007 había sido un año histórico para los beneficios y con sabias garantías de la absoluta firmeza de la gestión de riesgos del banco.

Nadie en el equipo de Fuld supo ver que a principios de 2008 el mundo había cambiado... para Lehman y para todos los demás. Lo curioso fue que, hasta cierto punto, Dick Fuld era consciente de los problemas que se avecinaban bastante antes del inicio de la crisis. Fui testigo de un discurso fascinante sobre el riesgo que pronunció en un almuerzo privado con periodistas hace casi dos años. Con una precisión casi misteriosa, profetizó virtualmente la quiebra que se avecinaba.

Corría enero de 2007 y nos encontrábamos en el complejo turístico de montaña de Davos (Suiza), donde la élite del mundo se reúne cada año con motivo de su evento social por antonomasia, el Foro Económico Mundial. Fuld no tenía ganas de celebraciones. Estaba preocupado, les dijo con voz suave a sus invitados, "de que ése podía ser el año de la caída de los mercados". Añadió que los problemas podían surgir del mercado inmobiliario, de los excesos de las finanzas apalancadas, del aumento en espiral de los precios del petróleo o de una combinación de las tres cosas.

El único problema de aquella actuación fue que no se parecía a cómo Fuld estaba dirigiendo Lehman. Se había aislado de la realidad cotidiana y delegaba cada vez más en su número dos, un antiguo socio llamado Joe Gregory.

El papel del número dos

Si Dick era el rey, Joe era el cardenal Richelieu y un ejecutor implacable para su jefe. Su función era la de doblegar a la banca a favor de la voluntad de Dick Fuld. Si algo iba mal, uno podía estar seguro de que Gregory descolgaría el teléfono. Los directivos describían la experiencia por analogía a que les dieran "otra vez por saco" y lo llamaban Darth Vader a sus espaldas.

El problema era que Joe Gregory no era un hombre detallista ni gestor del riesgo, sino que, mientras que Fuld compartía con personas ajenas sus preocupaciones sobre la toma de riesgos, Gregory alentaba activamente a los directores de departamento a colocar apuestas cada vez más agresivas en los mercados de activos emergentes, como el de las hipotecas inmobiliarias de negocios y comerciales.

Interponerse en su camino podía ser fatal y los directores de departamento que recomendaban precaución o trataban de frenar las apuestas arriesgadas eran desalojados rápidamente. Desde mediados de 2007, el liderazgo de la importantísima división de renta fija de Lehman se convirtió en un ir y venir, en parte como resultado de la obsesión de Gregory por forzar los límites. El objetivo, como solía explicar a sus subordinados, era ser el "número uno en el sector en 2012", a cualquier precio.

Pero Fuld tampoco fue consecuente. En junio de 2007, apenas cuatro meses después de su perorata sobre el riesgo en Davos, el tono no podía ser más diferente. "Piensen en los cientos de miles de millones de dólares en riqueza petrolífera que fluyen hacia Oriente Medio", dijo en otro encuentro. Casi simultáneamente, Lehman estaba haciendo algunas de las apuestas más arriesgadas de su historia, que le condujeron a que un consorcio pujara 15.000 millones de dólares por la mayor compañía de apartamentos de EEUU, en lo más alto del mercado.

Varias semanas después, los mercados empezaron a sufrir la crisis crediticia y aquellas inversiones -faltas de liquidez, si no invendibles- se convirtieron en la cruz con la que Lehman Brothers cargó inexorablemente de camino a la bancarrota. Ésa fue la gestión del riesgo, pero no era el único problema. La estructura de gobierno corporativa estaba casi preprogramada para el fracaso: un consejero delegado todopoderoso, un alférez ávido de complacer y hambriento de riesgos, una junta directiva no conocida precisamente por la racionalidad de sus debates... Además, la junta estaba repleta de miembros no directivos tristemente faltos de experiencia bancaria.

Por todo esto, no es de extrañar que Lehman estuviera tan mal equipada para reconocer y adaptarse a los cambios de contexto que provocó la quiebra de Bear Stearns este marzo.

Donde dije digo...

Fuld y su equipo directivo deberían haberse dado cuenta de que la partida había terminado, pero la respuesta de la dirección fue, a la vez, tibia y confusa. Arrancó con algo parecido a una venta por liquidación de activos en peligro, pero Fuld y sus directivos desconcertaron al mercado insistiendo en que no necesitaban más capital, al tiempo que lo aumentaban. Para colmo de males, montaron una campaña contra sus críticos. Un gestor de fondos de cobertura en particular, David Einhorn, de Greenlight Capital, que había puesto en duda los datos financieros de Lehman -dando a entender que el banco podía tener algo que ocultar-, se convirtió en verdadera obsesión para Fuld y sus secuaces más cercanos, que llegaron a especular abiertamente sobre la posibilidad de contratar a investigadores que le siguieran la pista o rastrearan en su basura.

Se podría hablar de matar al mensajero. No cabe duda de que supuso una distracción de la actividad primordial de poner Lehman en orden, pero era típico de la actitud victimista, en parte desafiante y paranoica, con la que Fuld dirigía la compañía. Personalmente, perdí la cuenta de las veces que escuché a los altos directivos explicar que no tenía sentido tratar con la prensa porque los medios buscaban activamente la quiebra de Lehman.

Fuld nunca se cansó de decir que Lehman había nacido con la intención de sobreponerse a las adversidades, ésa era su visión de la historia y su manera de motivar a los 26.000 empleados que tenía bajo su mando, pero también le llevó a él y a sus socios más próximos en la última época a decir cosas que, aunque obviamente sinceras y auténtico reflejo de la creencia generalizada, no guardaban ninguna relación con la realidad del negocio.

Este engaño, agravado por las fuerzas poderosas y destructivas de la ambición dentro del banco, llevó a Lehman al desastre y la espiral de la muerte hizo el resto.

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