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Denuncia penal y su rotundo archivo

Imagen: Archivo

El derecho penal y el tributario son dos planetas cuya fricción puede desencadenar efectos telúricos devastadores. Yuxtapuestos en el terreno del delito fiscal, se precisa mucho temple y juristas de raza para depurar los principios dogmáticos del derecho fiscal y conciliarlos con los más rigurosos y garantistas que presiden el ius puniendi.

Un reciente auto de archivo de un Juzgado de Instrucción de Madrid, de 11 de mayo de 2011, de extensión inusitada para lo que se estila pero adecuada al fuste de las reflexiones que contiene, pone el dedo en la llaga más patológica: el uso indebido, desviado y torpe de la jurisdicción penal por parte de la Administración tributaria. Alrededor de ese punto central, se ponen de relieve ciertos excesos de la Agencia Tributaria en el ejercicio de su facultad de calificación.

Los hechos denunciados, en realidad, son lo de menos. Se trata de un despacho de abogados, conocido y prestigioso, al que se imputa la omisión de ingreso de retenciones a cuenta del IRPF por razón de servicios que le fueron prestados por sociedades profesionales, que la Inspección supone que era una pantalla para eludir los directamente prestados por los socios del despacho. Además, se denuncia un delito en relación con el IRPF, cometido por la disminución del tipo marginal aplicable a las rentas por tributar éstas por el Impuesto sobre Sociedades (a partir de 2003, en que por virtud de reforma legal desapareció la transparencia fiscal).

Es de gran valor que el auto recuerde el criterio del artículo 3.1 del Código Civil, válido para todo el ordenamiento jurídico, que debe atender, para interpretar las normas, a la "realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas", lo que significa que en el mundo actual los abogados no actúan como en el siglo XIX, ni en su modo de organizarse ni en la clase de servicios de asesoramiento y defensa que prestan, ni en la forma en que lo hacen.

Las sociedades profesionales pueden prestar servicios a los bufetes de abogados. La sociedad, a diferencia de lo que sugiere la denuncia, ni es intrínsecamente mala, ni encierra en sí misma el germen de la defraudación. Como recuerda el auto, un profesional, en este caso del Derecho, puede crear una sociedad mercantil y prestar a través de ella sus servicios de carácter profesional sin que por ello surja una actuación ilícita o una simulación. También es una mera conjetura suponer que la escasez de medios materiales y personales es un indicio de inactividad propia y, por ende, de fraude (así la sociedad sería una mera apariencia creada para disfrutar de un régimen más ventajoso que si no hubiera sido creada).

Lo aleccionador del auto de archivo es que reflexiona, aun a efectos de excluir la tipicidad de las conductas, sobre muchos puntos de interés con que habitualmente tropezamos en la jurisdicción contencioso-administrativa: desde los límites de la potestad de calificación de la Inspección, hasta el abuso sistemático de la figura de la simulación negocial (que erige al Inspector, en el fondo, en juez civil), pasando por la idea de lo que la resolución denomina rentas virtuales, esto es, el gravamen -y consiguiente imputación delictiva- por el incumplimiento no de un deber fiscal completo, sino del que tendría que haber cumplido el contribuyente en caso de hacer las cosas como conviene a Hacienda que se hicieran. Esto es, la omisión de retenciones del IRPF sobre rendimientos percibidos por Sociedades (...), levantando el velo de éstas para determinar esa simulación subjetiva.

Lo más grave de estos excesos en la potestad de calificación -que es la más necesitada de encauzamiento judicial- no es que determinen rentas virtuales, exigibles por razón de un deber fiscal oblicuamente determinado, ni tampoco es lo más grave, con serlo mucho, que se someta a los contribuyentes a la pena de banquillo y se juegue con sus vidas, sus familias y sus patrimonios. Todo ello, de la máxima gravedad, no es para mí lo peor.

Lo más aflictivo, lo más intolerable, porque hace tambalearse los cimientos del Estado de Derecho, es que la Administración tributaria tenga una relación tan tormentosa con la ley. Ésta ni siquiera consiste en lo que dice la ley, ni lo que señalan unos reglamentos facturados muy a la medida de la conveniencia administrativa. Es que, como en la célebre ranchera "El Rey" de Pedro Vargas: "con dinero y sin dinero/hago siempre lo que quiero/ y mi palabra es la ley". Esto es, tenemos una Administración tributaria irreductible, como la célebre aldea gala, difícil de someter al Derecho, renuente a cumplir las sentencias de los Tribunales y propensa a tomar las potestades que la ley le confiere con cierta relajación en la comprensión de sus límites estructurales.

De ahí que autos como el que se comenta no sólo nos reconcilian con lo mejor de la función jurisdiccional, sino que son percibidos por la comunidad jurídica, tristemente, como efusiones de heroísmo judicial. Porque lo que en el fondo se espera es que, con mansedumbre franciscana, se acepte el precocinado del asunto procedente de la Hacienda estatal, mal calentado, por lo que pudo verse, por la Fiscalía, cuyo papel en el asunto se limitó a firmar la denuncia.

Recrimina el juez de instrucción el empleo por la Administración de la ultima ratio penal como alternativa escogida por razones de oportunidad, conveniencia o voluntarismo selectivo (términos que, púdicamente, omiten otros que se nos ocurren) y que, en el fondo, vienen a transitar esa expeditiva vía, pensada para el incumplimiento de los más graves deberes sociales, como fórmula privilegiada de exigencia de los deberes tributarios que, además, el juez reputa legalmente inexistentes.

Sólo que tal proceder se hace orillando el control natural de los actos de la Administración por una jurisdicción especializada, la contencioso-administrativa, y con el laissez faire, laissez passer del Ministerio Público, que extrañamente canaliza las denuncias procedentes de la Hacienda sin pasarlas por el tamiz del control de legalidad.

Por no hablar de otra patología recurrente para cuya expresión cedo la palabra al auto comentado: "? En virtud de la inmediación y la contradicción, quien resuelve pudo apreciar cómo la señora doña? (Inspectora), vista y oída en sus tres declaraciones, citada como testigo, actuaba en una entremezclada posición de testigo, de perito, de denunciante, de acusador público, e incluso, en ciertas ocasiones, como instructor-aplicador judicial. En fin, son los problemas que plantea nuestro Derecho Procesal cuando se entremezclan distintas posiciones e intereses". Pues eso mismo.

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