
Hasta hace dos meses, sólo dos países en el mundo no habían firmado el Acuerdo de París contra el cambio climático: Nicaragua y Siria. En septiembre, tras el azote de varios huracanes en el Caribe, Nicaragua acabó ratificándolo. Siria, por su parte, anunció su adhesión al arrancar la cumbre de Bonn (COP23).
Hoy por hoy, todos los países del mundo, más una organización regional -la Unión Europea-, han suscrito el Acuerdo de París de 2015, el primer acuerdo sobre el cambio climático en el que tanto los países en desarrollo como los desarrollados se comprometen a emprender acciones contra este problema global. Pero desde junio sabemos que hay un país que quiere abandonar el acuerdo: Estados Unidos. De ahí que la cumbre de Bonn haya supuesto una prueba para la comunidad internacional: ¿serían capaces de mantener la cohesión ante la salida del gigante estadounidense?
La cumbre comenzó con el temor de que Washington pudiera mandar señales desestabilizadoras. Estos miedos resultaron desproporcionados. El Gobierno de Estados Unidos envió una delegación reducida a la cumbre de Bonn, a pesar de su anunciada salida del Acuerdo de París (las reglas de procedimiento dictan que esta salida no se puede completar hasta 2020). Pero la delegación oficial tuvo un escaso protagonismo durante las negociaciones. Y en el único acto oficial que organizó, dedicado a la promoción de combustibles fósiles -incluido el carbón-, la sala quedó prácticamente vacía tras un acto de protesta.
En Bonn operaba, en paralelo, otra delegación estadounidense: la coalición We are still in, compuesta por ciudades, estados, empresas y universidades, con el apoyo del exalcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, y el gobernador de California, Jerry Brown. Ambicionaban representar la otra cara de Estados Unidos, que no se siente identificada por la Administración Trump, y Bloomberg llegó incluso a sugerir la inclusión de la coalición en la mesa de negociación internacional.
El riesgo real que representaba Estados Unidos no venía dado tanto por su presencia en la cumbre de Bonn, como por su futura ausencia del Acuerdo de París. Dicho acuerdo, un hito del multilateralismo, se apoyó en una alianza nueva e inusual entre Estados Unidos y China. Entre los dos forjaron un puente entre los países desarrollados y los países en desarrollo, o, dicho de otra manera, entre los países que habían causado históricamente el cambio climático y los que no lo habían causado, pero que lo sufrían en igual o mayor medida. El anuncio simultáneo de sus respectivos compromisos nacionales para mitigar el cambio climático fue clave para la creación del Acuerdo de París. Y el hecho de que Beijing se comprometiera a la acción, en particular, fue realmente inédito.
Ahora este puente se ha roto. Aunque inicialmente parecía que China podría llegar a ser el pilar que aguantara el peso del Acuerdo, la realidad ha demostrado lo contrario. En la COP23 de Bonn ha quedado en evidencia la desconfianza profunda que ha provocado la decisión de Trump entre los países en desarrollo. Han vuelto a aparecer dinámicas del pasado, que desde París parecían superadas.
Al haber perdido la confianza en que los países desarrollados cumplan con sus promesas, los países en desarrollo -liderados, en varios momentos de la cumbre, por la propia China- intentaron reintroducir normas diferenciadas para las dos categorías de países en el diseño de las reglas para la implementación de París. También exigieron, con relativo éxito, garantías de que los países desarrollados llevarían a cabo las acciones de mitigación y financiación prometidas para 2020, año en que el resto del mundo se sumaría al esfuerzo. Cabe destacar, en este sentido, los esfuerzos diplomáticos de la UE y otros actores para conseguir acuerdos durante los últimos días y horas en Bonn. Sin embargo, en la cumbre también quedó patente que la UE se encuentra mermada por sus divisiones y contradicciones internas en cuanto a su política de cambio climático.
La cumbre de Bonn no ha sido un fracaso, sino que ha significado algunos avances importantes hacia el diseño de la implementación del Acuerdo de París. No obstante, se ha hecho evidente que ante la renovada desconfianza de los países en desarrollo, que representan dos tercios de las emisiones globales, hace falta un nuevo liderazgo en las negociaciones climáticas.
El tiempo sin embargo juega en contra, tal como indican informes recientes. Si no se avanza con rapidez y ambición, el planeta se calentará mucho más del límite de dos grados acordado en París. Urge la acción, urge la ambición, y urge volver a encontrar el liderazgo para conseguirlo.