
Si nos quedaba alguna duda acerca del escaso sentido democrático que tienen los separatistas catalanes, la ha despejado su última declaración de intenciones: proclamarán la independencia si el reparto de escaños les da la mayoría absoluta en el Parlamento autonómico, independientemente de que, a la hora de contar los votos, no lleguen a superar el 50%.
Es decir que, al margen de cualquier consideración legal -que no es baladí-, los deseos de la sociedad catalana sólo son relevantes en la medida en que sirven a sus propósitos. Pueden saltárselos a la torera. Por supuesto, se da por descontado que, como buenos nacionalistas que son, lo que opine el resto de los españoles no entra ni siquiera en sus pensamientos. No esperábamos otra cosa.
Sin embargo, sí es un discurso que se echa de menos entre los partidos que se declaran constitucionalistas, porque no es el futuro de una región lo que está en juego el 27-S, es el de todo un país, el de sus ciudadanos, el único sujeto -indivisible, no lo olvidemos- de soberanía. ¿O es que no nos afectaría una hipotética secesión de una parte del territorio?
Tal vez lo más grave es que no lo mencionan porque unos y otros están pensando en el día después de esos comicios. Y sus lapsus y comentarios hacen temer que volveremos a tropezar con la misma piedra, la de contentar a los nacionalistas con el reconocimiento a un inexistente "derecho a decidir", con federalismos asimétricos o con la Hacienda propia que han reclamado durante años para intentar tener la fiesta en paz un par de décadas más. Sería un craso error, como bien ha demostrado la historia reciente.
Son insaciables. Además, esta vez quizá lo paguen en el resto de España. A buena parte de los ciudadanos, exhaustos tras una larga crisis, el permanente lamento de los secesionistas catalanes lo menos que les provoca es un profundo hartazgo.