
¿Qué impacto puede provocar la llegada de algo más de 19.000 personas a un país que tiene más de 45 millones de habitantes? Así, a primera vista, la cifra es una minucia. Son seres humanos desesperados; huyen del horror provocado por los terroristas del Daesh y de la guerra. Cerrarles la puerta sería una ignominia. Por eso miles de europeos les han ofrecido un lugar en su propia casa. Sin embargo, cometeríamos un grave error si nos quedáramos sólo ahí, en la simple acción buenista.
Nadie deja su hogar por gusto. Esos refugiados escapan de un infierno al que la civilización europea no ha sabido, o no ha querido, dar respuesta. Es más, cuando hemos dado un paso al frente, lo hemos hecho para armar a los islamistas. Los vuelos de reconocimiento que ahora anuncia el presidente Hollande parecen una broma pesada que tal vez le permita tranquilizar su conciencia, pero que no atacan la raíz del problema. Si no afrontamos decididos la causa que ha provocado esa migración masiva, si no admitimos que los ejércitos están ahí para combatir por nuestra libertad, por nuestra forma de vida, lo que vemos hoy en Lesbos o en la estación de Budapest será sólo el principio. La guerra continuará, los terroristas seguirán ganando terreno. La riada de personas será incesante.
Combatir las causas es tan importante como acertar a la hora de prevenir las consecuencias. Porque los hombres y mujeres que quieren iniciar una nueva vida en la Europa de las oportunidades llegan traumatizados, procedentes de lugares donde la vida no vale un euro. Desconocen nuestra lengua, no practican nuestras costumbres, ni siquiera conocen o comparten nuestros valores y forma de vida. Sólo si logramos que se integren plenamente en nuestra sociedad, en nuestro país, esta nueva etapa puede abrir un mundo de oportunidades. Para ellos y para nosotros. De lo contrario, no haremos más que agravar el problema.