
Según el CIS, la corrupción que padecemos y que ha ido in crescendo en los últimos tiempos se volvió insoportable para los españoles a principios de 2013, cuando saltó a los medios la noticia de que el extesorero del PP, Luis Bárcenas, había acumulado en Suiza una ingente fortuna.
En enero de 2013, la corrupción aparecía con un 17,2% en el ranking de las principales preocupaciones de los españoles, por detrás del paro, de los problemas de índole económica, y de los políticos en general, los partidos políticos y la política; y en febrero, ya pasaba al segundo lugar -sólo detrás del paro- con el 40%, y llegaba incluso al 44,5% en marzo.
Desde entonces, tal inquietud social se ha mantenido en estos niveles, con altibajos, y sin que el sistema haya producido medidas eficaces para combatir esta lacra si se exceptúa la ley de Transparencia que efectivamente va en la dirección adecuada. Con todo, la gravedad de este problema ético y la gestión dudosa de la crisis que han realizado sucesivamente los dos grandes partidos son las razones de la decadencia del bipartidismo y de la exitosa irrupción de otras fuerzas políticas surgidas de la espontaneidad social que amenazan las viejas hegemonías.
En efecto, nada menos que desde el primer debate sobre el estado de la nación de Rajoy, el 20 de febrero de 2013, sobrevuelan el proceso político cuatro grandes actuaciones ideadas por la mayoría política para endurecer el tratamiento judicial de la corrupción: el proyecto de ley orgánica de Control de la Actividad Económico-Financiera de los Partidos Políticos, un Estatuto del Alto Cargo, la reforma del Código Penal y la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. El PSOE, por su parte, ha puesto desde su renovación gran énfasis en la solución de este problema y presentó en septiembre una relación exhaustiva y relevante de propuestas, bastantes de las cuales coinciden con las iniciativas gubernamentales.
El pasado 27 de noviembre, el presidente del Gobierno volvía a presentar en el Congreso las mismas medidas lanzadas veinte meses antes, ya en el Parlamento desde muy atrás. La voluntad gubernamental de negociarlas con la oposición y el fracaso de tales intentos no pueden justificar la inacción durante tan largo período de tiempo, durante el cual la ciudadanía ha seguido asistiendo a una secuencia inagotable de nuevos episodios de indecencia política, mientras la prensa se llenaba de noticias sobre el desarrollo judicial de los más antiguos.
En los últimos meses, después de la llegada al PSOE de Pedro Sánchez, la principal fuerza opositora se ha mostrado contraria a negociar en esta materia. En concreto, mantiene que el PP no da pruebas de verdadero interés en luchar contra la corrupción si hay que juzgar por su manera de responder a las imputaciones de financiación ilegal y al procesamiento de tres extesoreros. No habrá, pues, pacto de Estado. Bien mirado, esta actitud es plenamente racional porque, en una democracia parlamentaria, los grandes consensos no han de servir para esta clase de actuaciones a la defensiva. Máxime cuando es evidente que PP y PSOE han contribuido de común acuerdo en el pasado a cierta degradación del régimen y a la acentuación de determinados defectos que hoy pasan factura.
Veamos un caso bien elocuente: el sistema de elección de los cargos institucionales por mayorías cualificadas, que la Constitución impone para garantizar que los electos tengan apoyos transversales -es decir, que satisfagan a unos y a otros-, ha sido pervertido sistemáticamente por PP y PSOE, que se han repartido los puestos y se han atribuido cada uno un cupo de representantes totalmente leales, con lo que se ha trasladado erróneamente a esas instancias -Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, etc.- la lógica y la matemática parlamentarias.
No sería, además, decente que precisamente ahora, cuando PP y PSOE temen por igual que el electorado indignado los desplace en beneficio de otras organizaciones, las dos fuerzas políticas que se han turnado durante tres décadas se aliaran para perpetuarse a toda costa y por el medio que sea. PP y PSOE, por ejemplo, impidieron en su momento una comisión parlamentaria de investigación sobre Caja Madrid, como recuerda la ciudadanía. ¿Qué credibilidad tendría ahora una alianza PP y PSOE in extremis para intentar recuperar el apoyo ciudadano? La rectificación, si se produce, ha de ser a cargo de cada actor para que pueda valorarse su sinceridad.
Los pactos de Estado sirven, en definitiva, para resolver graves emergencias o promover cambios históricos de envergadura, no para meter en la cárcel a delincuentes convictos ni para endurecer las leyes que han de evitar que se reproduzca el escándalo perpetuo en que estamos sumidos. Se habrá de suscribir un pacto de Estado para resolver el conflicto catalán en un marco multilateral y para perfeccionar el régimen de 1978 mediante el salto federal, con la consiguiente reforma constitucional. Pero no tiene sentido pactar solemnemente en el Código Penal la inclusión de la financiación ilegal de partidos políticos, cuando da vergüenza que no se haya dado ese paso hace muchos años.
Conviene, en fin, que el Gobierno, apoyado en su mayoría absoluta, se dé prisa en llevar a cabo estas reformas, a las que deberá incorporar las buenas ideas que tengan los demás partidos. Y ya se ocupará la refinada opinión pública de este país de ponderar si el esfuerzo ha sido sincero y si los viejos partidos merecen o no que se les renueve la confianza.