Firmas

Por qué el BCE no debe inyectar liquidez

  • Debe exigir a los gobiernos que acometan los ajustes precisos y no darles pábulo

El comercio, la industria, las transacciones o la actividad en general, y el empleo, suelen responder positivamente ante estímulos monetarios y de crédito en escenarios económicos normales o habituales; pero ciertamente sólo de forma momentánea.

En todo caso, como nos enseñaron los viejos maestros, los efectos iniciales de la expansión de liquidez se disipan a medida que se prolonga y los agentes perciben e incorporan en sus expectativas sus auténticas consecuencias, dejando a su paso un rastro de distorsiones en el sistema de información de la economía, sobre todo en los precios relativos y en la formación de expectativas. Finalmente, los precios absolutos o monetarios también terminan distorsionando los acuerdos o contratos adoptados, favoreciendo a quienes adeudan dinero y, sobre todo, pueden evitar que sus acreedores logren protegerse de forma eficaz de tales daños. Tal es el caso de Gobiernos o Estados. Aún con todo, a veces éstos se ven obligados a emitir deuda ligada a la inflación.

Las condiciones completamente anormales de quiebra y hundimiento de confianza, crédito y expectativas producidas en diversos momentos de esta crisis pudieron justificar en algún momento las extraordinarias medidas de liquidez y expansión monetaria adoptadas por los principales bancos centrales e instituciones internacionales, pero sólo por razones financieras o monetarias; nunca por, ni para, estimular la mal denominada economía real.

Una inyección mundial de liquidez tan excepcional no origina inflación en dos casos: o bien porque la economía, el PIB, las transacciones, la productividad, estén creciendo también a tasas notables, favorecidas además por un proceso de globalización que no sólo precisa de mayores fondos de liquidez, sino que permite colocarlos de forma más inmediata y eficiente; o bien porque la demanda de liquidez aumenta de forma tan notoria que permite absorber y utilizar todo el montante inyectado (la velocidad de circulación cae en gran medida). Ambas cosas han sucedido en las dos últimas décadas lo que explica en parte las bajas tasas de inflación. Pero según las cosas se normalizan en todos los aspectos hay que detraer liquidez o la inflación termina apareciendo.

El segundo factor fue especialmente importante desde finales de 2008, tras la crisis de Lehman y otros, en todo el mundo. La confianza, el crédito y la credibilidad, las expectativas o cualquier previsión a futuro, prácticamente desaparecieron por lo que, como los teóricos cuantitativistas advirtieron mucho antes que Keynes, el dinero se convirtió en refugio, sobre todo para el sistema financiero muy necesitado y golpeado por una crisis iniciada por los bancos centrales, y su demanda se disparó; es igual si esa liquidez fue finalmente a parar a las arcas de los bancos o a las de los tesoros públicos, que aprovecharon para gastar y endeudarse a mansalva por los incentivos a las entidades para comprar deuda pública en lugar de financiar proyectos de inversión. En Europa, tal comportamiento derivó en el agravamiento de la crisis traspasándola a la deuda pública o soberana y al euro como sistema monetario.

Pero ahora, normalizados en gran medida la confianza, las expectativas y el crédito, las restricciones de liquidez y la ausencia del mercado interbancario no son ya tales y deben retirarse paulatinamente las medidas excepcionales. Es momento de que los mercados y las entidades financieras conozcan los verdaderos riesgos y costes reales de operar sin la seguridad y respaldo incondicionales de que han gozado los bonos soberanos y que han sostenido, si no fomentado, la aversión al riesgo de esas instituciones, con costes para todos los contribuyentes europeos.

Los problemas, no sólo en Europa sino en todo el mundo, no son de liquidez. La falta de crédito privado tiene su origen en ese hundimiento de la credibilidad, la confianza y las expectativas debido, sobre todo, a los desajustes financieros, también en los balances de familias y empresas. Y se ha agravado con el ingente endeudamiento de los Gobiernos y autoridades (que lo es para los ciudadanos) en Europa y EEUU.

Tampoco los argumentos cambiarios justifican una intervención del BCE, ni siquiera aunque sus estatutos lo permitiesen. Jamás las políticas de devaluación han facilitado o resuelto los problemas económicos que las incitaron. Además, es fundamental leer correctamente los hechos en economía. El euro no está sobrevaluado por la política ex profeso del BCE, sino que las medidas de la Fed o los Bancos centrales de Japón o China mantienen sutilmente devaluados el dólar, el yen o el reminbi. Son estas autoridades monetarias quienes actúan mal, tal como señalan la teoría y la experiencia. Además, un euro relativamente fuerte permite abaratar nuestras importaciones, sobre todo energéticas, sin perturbar en demasía nuestras exportaciones que se realizan mayoritariamente dentro del área de influencia del euro (entre el 50% de las alemanas y el 70% de las españolas).

Fueron los bancos centrales quienes, con sus políticas expansivas y sus movimientos de stop and go durante décadas, produjeron los problemas en que todavía estamos metidos a ambos lados del Atlántico, a pesar de las evidentes diferencias y mejoras. El BCE debe atender su mandato, obligando a las autoridades gubernamentales de todo nivel que acometan los ajustes y reformas precisos para mejorar nuestros sistemas productivos y reducir las distorsiones y presión de los gobiernos sobre los bolsillos y vidas de los ciudadanos. No darles pábulo.

Fernando Méndez Ibisate, profesor de la Universidad Complutense de Madrid.

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