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Protección de los deudores hipotecarios

La hipoteca no es una garantía para que el acreedor pueda cobrar, en caso de impago, solamente con cargo al bien hipotecado -salvo que así se pacte-, sino una garantía que concede a un acreedor un derecho preferente de cobro sobre los demás acreedores con cargo al bien hipotecado, sin perjuicio de la responsabilidad patrimonial universal del deudor.

De modo que si en caso de impago la ejecución hipotecaria no cubriese toda la deuda, para cobrar el resto, el acreedor deberá embargar otros bienes del deudor, en concurrencia, en su caso, con los demás acreedores y con la prelación que corresponda a su crédito, ya sin garantía hipotecaria. Si a ello se añade la durabilidad de los inmuebles, los préstamos o créditos con esa garantía pueden tener un plazo de amortización mayor y un tipo de interés menor, lo que hace que el crédito sea accesible a un mayor número.

Para ello es necesario que, en caso de impago, el sistema procesal garantice la realización de la garantía en el menor tiempo posible -pero sin vulnerar los derechos del deudor- y facilite la obtención del precio más alto posible, en beneficio de acreedor y de deudor.

Para conseguir el primer objetivo, la ley procesal regula un procedimiento especial de ejecución hipotecaria, en caso de impago, en el que el deudor sólo puede oponer dos excepciones: error o falsedad. Esta limitación de las causas de oposición es posible porque la constitución de la hipoteca exige la intervención de notario, a fin de que, entre otros extremos, no haya duda de los términos del contrato y de que no ha habido vicios de la voluntad en la celebración del mismo, así como la inscripción en el registro de la propiedad, lo que, entre otros extremos, garantiza la existencia de la hipoteca, su rango y la no admisión de cláusulas ilegales, lo que a su vez impide la ejecución alegando ese tipo de cláusulas. Para conseguir el segundo objetivo, se organiza un sistema de enajenación mediante subastas.

En la medida en la que todo ello funcione correctamente, y la garantía sea efectiva, el crédito será más accesible a un mayor número; y en la medida en la que se dificulte la realización de la garantía, ésta verá disminuida su utilidad y, en consecuencia, los tipos de interés serán más elevados, los plazos de amortización menores y, finalmente, el crédito menos accesible.

Sobre la fiebre de liquidez

Nos encontramos con que, como consecuencia de los años de fiebre de liquidez, hubo una alegría excesiva en la concesión de créditos por parte de las entidades financieras, especialmente de las cajas de ahorros -dirigidas por políticos y representantes sindicales, salvo algún caso excepcional-, las cuales llegaron a acaparar el 62% del mercado, y, correlativamente, una excesiva alegría en endeudarse por parte de todos.

La crisis subsiguiente está teniendo como consecuencia que, primero, muchos ciudadanos deseen no haberse endeudado nunca porque el inmueble adquirido vale, por el momento, menos que la deuda que garantiza y, en consecuencia, desean poder liberarse de la deuda sin consentimiento del acreedor.

Segundo, el importe de la cuota de amortización es excesivamente gravoso o imposible de pagar para determinados deudores, como consecuencia de las circunstancias sobrevenidas, y a pesar de que tomaron una decisión que conforme a la información disponible podía calificarse, en aquel momento, de prudente.

Consecuencias de una dación en pago

Ambos colectivos, frecuentemente integrados por las mismas personas, presionan al Gobierno para que les permita liberarse de su deuda mediante la entrega del bien hipotecado. Si el Gobierno lo permitiera, las consecuencias serían desastrosas para el sistema financiero- y, en última instancia, para los contribuyentes, pues no olvidemos que los depósitos están garantizados hasta 100.000 euros por el Estado-, y, por tanto, para la disponibilidad de crédito, así como para su accesibilidad.

En la medida en la que el Gobierno ceda a presiones populistas, el crédito se encarecerá. Inversamente, los desequilibrios procesales existentes en favor de los acreedores -verbigracia, intereses de demora- quedan cada vez más en evidencia y deben ser corregidos, pues sirven como argumento -justificado- para las pretensiones de los citados colectivos de deudores, las cuales, sin embargo, no son admisibles desde la perspectiva del interés de la mayoría.

El Gobierno debe aprovechar la oportunidad para mejorar la eficiencia del sistema procesal, implementando instrumentos que, sin romper los equilibrios, sean beneficiosos para acreedores y deudores y no para los unos a costa de los otros, ni viceversa. En este sentido, una adecuada regulación de la anticresis, una figura apenas usada, regulada en el Código Civil, podría rendir grandes beneficios, si contara con el beneplácito del Banco de España y, en mi opinión , hay razones de peso para justificar una decisión en este sentido, como atestigua el rancio abolengo de la figura. Si así fuera, podrían articularse pactos anticréticos, de naturaleza amortizatoria y de duración limitada, que permitieran al acreedor hipotecario constituirse en administrador del bien hipotecado durante el tiempo que se pactase, en lugar de adjudicárselo, provisionar por el impago y la adjudicación, para tener que acabar vendiéndolo o, en el mejor de los casos, arrendándolo por una cantidad inferior a la cuota de la hipoteca impagada. Al deudor le evitaría el desahucio, los intereses de demora y, además, la cantidad acordada se aplicaría a la extinción el crédito.

Cuidado con los casos extremos

Por otro lado, para los casos extremos, el Gobierno debe adoptar medidas de política social, pero las mismas no deben infiltrarse en la regulación procesal que articula la efectividad jurídica de las garantías hipotecarias, pues, en ese caso, para favorecer a un grupo de deudores incumplidores, acaba perjudicando a todos los cumplidores así como a los deudores futuros, además de no discriminar entre aquellos acreedores que fueron prudentes en la concesión de créditos de aquellos otros que fueron imprudentes. En este sentido es acertada la decisión de crear un fondo social de viviendas con el objeto de amparar a deudores especialmente vulnerables que se han visto obligados a desalojar la vivienda hipotecada.

Adicionalmente, y sin perjuicio de todo ello, es conveniente que se regulen las situaciones de sobrendeudamiento. Es preciso recordar que somos el único país de la Unión Europea que carece de esa regulación. En Finlandia, Francia y Noruega se presta especial protección a la vivienda familiar. En todos, salvo Alemania y Reino Unido, se regulan procedimientos extrajudiciales. En Francia y Bélgica se han creado comisiones administrativas. Los supuestos que merecen especial atención son los casos de paro, enfermedad y ruptura matrimonial.

El proyecto de ley medidas "urgentes" para reforzar las "medidas de protección de los deudores hipotecarios" es un proyecto apresurado, con una denominación inapropiada por su sesgo aparente, en el que se siguen manteniendo algunos desequilibrios -sigue sin haber trámite procesal en el procedimiento de ejecución especial para determinar si ha habido mora o no, y, además, no basta con establecer un tope sin revisar la base de cálculo, sorprendentemente aplicable sólo a los créditos con exclusión de los préstamos-; hay algunas medidas populistas -la obligación del acreedor de aceptar una tasación realizada por un tasador homologado elegido por el deudor, por otro lado de nula operatividad-; hay también intervencionismos injustificados -prohibiciones de contratar hipotecas por más de treinta años-, así como medidas más propias, en su caso, de una regulación del sobrendeudamiento -la quita forzosa de determinados porcentajes de la deuda pendiente tras la ejecución si el deudor paga en determinados plazos-, o medidas de política social para grupos de deudores previamente definidos como vulnerables en virtud de criterios que implican una discriminación no bien justificada y que afectan a la eficiencia del procedimiento -algunas dentro del código de buenas prácticas, obligatorias de facto para las entidades acreedoras dada su dependencia regulatoria-.

En ésta como en otras materias, es preciso legislar menos, con menos urgencias y con mayor calidad regulatoria. Nuestro sistema jurídico está lleno de normas -más de cien mil-, buen número de ellas "urgentes" o "excepcionales", es decir, normas apresuradas y ad hoc. Es sabido, que si se quiere devaluar algún producto o servicio, lo mejor es aumentar su oferta. Nuestra oferta de normas es excesiva, lo que las devalúa, y un cierto número de ellas ya se anuncia pidiendo excusas por su calidad -pues ése es el mensaje que transmiten calificativos como los mencionados-, lo que las devalúa aún más.

Nada de ello favorece una cultura de respeto a la ley -el famoso it's the law (es la ley), propio de la cultura popular anglosajona, que tanto nos gustaría oír aquí-. Para ello, ha de haber pocas normas, de excelente calidad, estables y con garantía de ser aplicadas a quien las incumpla, lo que acabaría imponiendo entre nosotros una cultura similar.

Hoy es sabido, al menos en líneas generales, que la calidad institucional es un factor condicionante del progreso económico hasta el punto de que algunos la consideran la clave de bóveda del sistema. Los legisladores y los reguladores deberían actuar en consecuencia.

Fernando P. Méndez González, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.

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