
Dos son los elementos que marcan la geopolítica de la energía en estos momentos: Donald Trump y la tendencia al alza del crudo, según el último número de Energía y Geoestrategia, la soberbia publicación anual del Instituto de Estudios Estratégicos y el Comité Español del Consejo Mundial de la Energía de Enerclub.
El primero, el histriónico presidente norteamericano, ha demostrado que quiere cumplir su programa electoral, por muy descerebrado que sea para ojos ortodoxos. Por eso abofetea al resto del mundo al retirar su país del Acuerdo de París -la decisión final se tomará cuando haya terminado su actual mandato-, por eso levanta muros a su alrededor, de momento sólo arancelarios, por eso recupera las sanciones contra Irán, aunque no haya evidencia de que el régimen de los ayatolás incumpla su parte del pacto nuclear logrado por Barack Obama, y por eso, en fin, haciendo gala de sus artes de showman televisivo y tuitero, genera una incertidumbre global y revuelve brasas que debían ser cenizas hace mucho, como Corea del Norte: ¿alguien se traga que el régimen vaya a renunciar al arsenal atómico?
El segundo elemento, el petróleo, está muy influido por el primero, puesto que el encastillamiento de Trump -y el auge del shale en EEUU- ha permitido a Vladimiro Putin desplegar sus envidiables oficios de estadista en un Oriente Medio en guerra, rubricando un sorprendente pacto con Arabia Saudí y la OPEP que ha elevado el precio del oro negro a un nivel de 70 dólares, en el que puede permanecer por tiempo indefinido. El zar, a la vez, con pericia bismarckiana, es socio del Irán shií -gran rival de la retrógrada y suní monarquía saudita-, socio de Turquía -el segundo ejército de la OTAN-, padrino del carnicero que gobierna oficialmente Siria, y encima guarda buenas relaciones con la etnicista Israel y Bibi Netanyahu, el rapaz. Ahí queda eso.
En medio de esas fuerzas está la UE, blandita ella, despreciada por Trump y víctima de la pinza de los gasoductos rusos. A izquierda y derecha queda China, expandiéndose sotto voce.