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Arquitectura Corporativa (VI): Fundación Ford, un bosque dentro de un rascacielos de Nueva York

Fotografía cortesía de Kevin Roche, John Dinkeloo and associates.

New York, New York. La ciudad que nunca duerme salvo cuando duerme, que ya les digo yo que las tiendas de la 5ª Avenida cierran a las 8 de la tarde hasta en medio de la temporada navideña. La ciudad de Woody Allen, salvo que uno de sus mejores filmes, Match Point, se desarrolla en Londres. La ciudad más cara del mundo, salvo que ese dudoso trono se lo disputa San Francisco, si es que no se lo ha arrebatado ya. New York, capital del mundo y epítome de los Estados Unidos de América, salvo que Nueva York solo se parece a Nueva York y tiene más bien poco que ver con el resto del país e incluso del mundo.

En definitiva, la Gran Manzana es, aparte de una ciudad enorme, una colección de tópicos culturales bien enraizados en el subconsciente colectivo, la mayoría con una base real y la mayoría vulnerados, aunque sea excepcionalmente. Pero hay un cliché que, por físicamente sólido, es imposible de amenazar: Nueva York es la ciudad de los rascacielos. Desde principios del siglo XX, las calles de Manhattan se forman entre las fachadas más altas del planeta. Desde el Flatiron, el Empire State, el Seagram y las trágicamente destruidas Torres Gemelas, los iconos de Manhattan siempre han sido rascacielos.

Con el tiempo, las torres más altas del mundo han dejado de levantarse allí y ahora colonizan las grandes potencias económicas de Asia y Oriente Medio, pero Manhattan sigue teniendo la media de altura construida más elevada del globo. Así, aunque Central Park es un pulmón de más de tres kilómetros cuadrados, la imagen de Nueva York sigue estando asociada a la masa edificatoria. A enormes paramentos de hormigón, acero y vidrio que, en días de niebla, desafían a las nubes.

Fotografía cortesía de Kevin Roche, John Dinkeloo and associates

Un icono de solo 12 plantas

Por eso, es curioso que uno de los mejores edificios de Nueva York tenga tan solo doce plantas. Pero resulta que esas doce plantas contienen el espacio más interesante y también más esbelto de la ciudad. Porque la sede de la Fundación Ford es un bosque dentro de un edificio y también es uno de los más brillantes ejemplos de arquitectura corporativa del mundo.

En 1963, la Fundación Ford encargó al arquitecto Kevin Roche y al ingeniero John Dinkeloo el proyecto de su sede, que debía ocupar un solar en el este de la calle 42, junto al recientemente terminado cuartel general de las Naciones Unidas y los muelles del East River. Sin embargo,  la Fundación Ford no es una corporación convencional, es una organización sin ánimo de lucro creada por Edsel Ford, hijo de Henry Ford, "para recibir y administrar fondos para propósitos científicos, educativos y caritativos, para el bienestar público", según reza su acta fundacional.

En efecto, no se trata de producir bienes o servicios a cambio de una reversión económica sino de generar y financiar proyectos centrados en la lucha contra la pobreza, la educación, los derechos humanos o el desarrollo de las artes.

Quizá aleguen que, entonces, esto no es verdadera arquitectura corporativa, pero piensen en lo que dijimos en el artículo sobre el Lingotto de la FIAT: todos los edificios que generan la imagen de una determinada organización son edificios corporativos. Se entiende, por tanto, que la propuesta de Roche y Dinkeloo para su obra evitase la silueta reconocible o quizá impositiva que pediría una corporación al uso.

Fotografía cortesía de Kevin Roche, John Dinkeloo and associates

La sede de Fundación Ford huye de la imagen del rascacielos. De hecho, huye casi de cualquier imagen característica externa, y concentra todas sus intenciones en crear un espacio común de relación. Las oficinas necesarias se organizan en un bloque en L, pero la mayor parte del volumen del edificio se destina a un enorme patio cubierto y acristalado. Desde el exterior, la construcción es apenas un cubo con dos caras de vidrio. Ni siquiera destaca especialmente pese a los 44 metros de altura que alcanza, entre otras cosas, porque el entorno urbano de Manhattan está plagado de construcciones mucho más elevadas.

El bosque de Ford

Además Roche y Dinkeloo querían escapar de la concepción estilística del Movimiento Moderno y regresar a sus principios humanos y espaciales. Es decir, no concebían la arquitectura moderna como una decisión de estilo sino como el camino para proporcionar el mejor espacio posible a los ciudadanos. Y eso hicieron.

Con un dibujo sencillo y eficaz y sin especiales alardes técnicos, la Fundación Ford ofrece un verdadero regalo a sus usuarios: un bosque. En una ciudad que, como ya hemos visto, concentra toda su masa verde en Central Park, Roche y Dinkeloo colocaron un parque en el interior de un edificio. Así, ese gran patio alrededor del cual orbita toda la construcción es en realidad un invernadero conectado tanto con las oficinas como con el exterior a través de los paramentos de vidrio.

Cuando las vistas apenas alcanzarían al edificio de enfrente, los trabajadores de la Fundación Ford tienen un bosque al alance de los ojos. Un bosque silencioso y tranquilo que opera con una divertida extrañeza al mezclar sus ramas y sus hojas con la ruidosa urbe que sigue agitándose al otro lado del gran ventanal.

Fotografía cortesía de Kevin Roche, John Dinkeloo and associates

Pero es que además hay otro regalo. Uno que es paradójicamente imposible de conseguir en Nueva York. Piensen que, aunque un rascacielos tenga 50, 80 o 100 pisos y llegue a los 200 o 300 metros, solo son una acumulación de plantas, de espacios horizontales convencionales. Así, la experiencia espacial de un rascacielos se reduce a los tres metros de altura libre de una oficina o, todo lo más, el lobby de acceso que, como mucho, alcanzará unos 15 metros. Sin embargo, el patio de la Fundación Ford ocupa la totalidad de la sección del edificio. Los 44 metros. La altura de una catedral gótica o del Panteón de Roma.

La sede de la Fundación Ford se inauguró en 1968 y aún sigue funcionando a fecha de hoy. Sé perfectamente que hay mil lugares para visitar en Nueva York pero, si pueden, acérquense al extremo oriental de la calle 42 y quizá puedan ver un edificio que está casi oculto entre todos los demás estímulos arquitectónicos de la ciudad. En su interior les espera una de las más formidables experiencias de la Gran Manzana. Solo tienen que sentarse junto al estanque central y escuchar unos instantes el murmullo del agua y después levantar la vista hacia ese bosque que crece en el interior de un rascacielos de Manhattan.

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