
Los lectores más jóvenes quizá no lo recuerden, pero antes del boom arquitectónico que vivimos a mediados de la década pasada y que produjo tantos edificios notables como horripilancias construidas, en España ya se produjo un fenómeno similar hace unos 30 años.
Piensen que en 1985 se firmó el tratado de adhesión de España a la Comunidad Económica Europea -actual Unión Europea- y el país quería y necesitaba ofrecer una imagen de contemporaneidad al mundo entero. Y que mejor ocasión para ello que los fastos internacionales que se programaron para 1992. Principalmente los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla, aunque también estaba la capitalidad cultural europea en Madrid o el Xacobeo 93 de Santiago.
Propulsados por este motor, no fueron pocas las ciudades que invirtieron sus buenos miles de millones de pesetas en modernizar su imagen, desde la actualización de la propia apariencia urbana hasta la construcción de unos cuantos de los denominados edificios emblemáticos. Hablando en términos de previsión y eficacia, diríamos que los resultados fueron dispares. Mientras que un buen número de las instalaciones deportivas barcelonesas siguen activas y en buen funcionamiento, gran parte de los restos de la Expo 92 se encuentran en estado de abandono, por no decir ruina.
De igual modo, la calidad arquitectónica de los edificios es significativamente asimétrica. Se construyeron piezas tan estupendas como la Torre de Collserola, proyectada por Norman Foster, o el Palacio de Congresos y Exposiciones de Salamanca, obra de Juan Navarro Baldeweg; pero también se levantaron algunos de los edificios más feos de España, como el Palacio de Festivales de Cantabria, en Santander. Lo cual es ciertamente paradójico porque su autor fue uno de los mejores arquitectos de nuestro país y posiblemente del mundo.
Foto: lomininos (CC)
En efecto, del tablero de Francisco Javier Sáenz de Oiza salieron obras formidables como la torre del BBVA en Madrid o el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu en Oñate, así que, en principio, cuesta creer que también fuese el responsable de un cacharro tan espantoso como el que nos ocupa. Espantoso y problemático, si bien no todas sus controversias son achacables a la labor del arquitecto navarro.
Por ejemplo, el proyecto inicial presentado por Oiza en 1985 contemplaba el diseño de un auditorio de música de tamaño medio y presupuesto moderado: algo más de 1.100 millones de pesetas (unos 7 millones de euros). Sin embargo, varias modificaciones solicitadas por el gobierno cántabro, sobre todo tras la llegada de Juan Hormaechea al poder en 1987, acabaron multiplicando el coste del edificio por seis, hasta los 7.000 millones de pesetas (unos 42 millones de euros).
La cosa es que Hormaechea no quería un edificio de ambiciones prudentes sino un gran palacio multidisciplinar que sirviese para conciertos, desfiles, obras de teatro, óperas y festivales de toda índole. Pero claro, los cambios necesarios para adaptar el proyecto inicial a las nuevas necesidades acabaron inutilizando algunas de las soluciones que Oiza había ya planteado -e incluso construido-, como algunos de los sistemas de iluminación natural o la gran ventana que permitiría contemplar la bahía de Santander desde el patio de butacas principal.
Además, el tamaño del edificio ya no respondía a la imagen de una puerta colgada sobre el mar a la que se refería el arquitecto cuando presentó el diseño; cuando el Palacio abrió sus puertas en 1991, lo que se levantaba era la madre de todas las obras faraónicas.
Foto: Pablo (CC)
Permítanme el chascarrillo, pero es que si a algo se parece el Palacio de Festivales de Cantabria -además de a una vaca o un perrete boca arriba- es a un templo egipcio, pero en hortera. Y aunque dicen que el propio arquitecto renegó en parte del resultado final, lo cierto es que las decisiones estéticas sí que fueron culpa suya. Porque como me dijo un profesor en mis años de carrera, el problema de Oiza es que siempre fue un snob.
Es decir, siempre se "apuntaba" a las corrientes que predominaban en el mundo de la arquitectura. Lo malo es que, en los 80, la moda era el posmodernismo, y el posmodernismo arquitectónico intentaba recuperar los signos y los motivos de la antigüedad. Eso sí, a lo burro, de la manera más chabacana y obvia posible.
Así, el edificio es una especie de homenaje al pastiche. Piedra rosa y blanca, chapa de cobre verde, simetría grotesca y monumentalidad exagerada y, sobre todo, un montón de motivos decorativos absurdos, inútiles y además gigantescos. Es imposible no fijarse en las columnatas rojas con friso azul que no sujetan nada, en los cuatro torreones con sus cuatro piezas puntiagudas de acero que sujetan las luminarias, o en las megalómanas columnas, a medio camino entre lo egipcio y lo helenístico, que bordean el acceso principal.
Dicen que el mejor escribano echa un borrón, pues con el Palacio de Festivales de Cantabria, Sáenz de Oiza plantó en la bahía de Santander un descomunal borrón de cartón-piedra. Un artefacto tan falso que parece pertenecer a los descartes de un parque temático macarra y no a la mente creativa de uno de los arquitectos más sobresalientes de su época.