Prevé un nuevo Consejo de extracción estrictamente política y que no exige conocimiento previo alguno a sus miembros.
El pasado día 10 de diciembre, el BOE recogía la tan esperada Ley de transparencia, acceso a la información y buen gobierno. La ley tiene objetivos muy ambiciosos y, en cuanto supone el ejercicio de competencias exclusivas del Estado, se impone a todas las instituciones, administraciones y organismos y entidades dependientes de ellas. Sin embargo, en la medida en que las competencias exclusivas del Estado invocadas por la ley son para establecer las bases de la regulación, las comunidades autónomas también podrán establecer su propia normativa de transparencia, acceso a la información y buen gobierno, originándose entonces una doble regulación de la misma materia. Y, a lo peor, la doble regulación sigue excluyendo de la transparencia sin mucha justificación asuntos como la financiación de los grupos parlamentarios y municipales y provinciales.
Toda la ley no va a entrar en vigor inmediatamente, sino que se prevén plazos para la vigencia de algunas partes y para su extensión a las administraciones territoriales distintas del Estado. Lo que afecta al buen gobierno, que es donde se prevén las infracciones y sanciones, ha entrado en vigor al día siguiente de la publicación de la ley en el BOE. La mayor parte de las infracciones previstas lo son en lo que la ley llama "materia de gestión económico-presupuestaria", en cuya larga relación se echa de menos alguna referencia a los incumplimientos de la legislación de contratos administrativos o al de la obligación de rendir cuentas por administraciones distintas de la del Estado, que es donde mayores incumplimientos hay.
Vista en su conjunto, la ley ofrece una imagen parecida a la del niño lloroso que, obligado por las circunstancias, promete que va a ser bueno y no lo va a hacer nunca más. La propia redacción de algunos artículos no ayuda a disipar ese aspecto infantiloide que ofrece la ley: el aspecto de un niño, por otro lado, que no ha cursado en Primaria con aprovechamiento la asignatura de Lengua en la parte en que se estudian los sinónimos y antónimos.
Pero, entre tan buenas intenciones (se promete una vez más una revisión y simplificación normativa), se crea un nuevo organismo llamado "Consejo de Transparencia y Buen Gobierno", compuesto de un Presidente y siete Consejeros. Hay muchos aspectos que destacar de la regulación de este Consejo, pero se pueden señalar estos dos: cómo se designan los Consejeros y por qué se ha preferido crear un organismo nuevo.
El nombramiento de todos los Consejeros, incluido el Presidente, tiene origen político, bien porque sean designados directamente por el Congreso y el Senado, bien porque forman parte del Consejo en cuanto son miembros de otros organismos nombrados por la representación política o por el Consejo de Ministros. Este origen no tiene más defecto que la exclusión de otras posibles procedencias, con el agravante de que no se ve atenuado por la exigencia de una experiencia acreditada en el específico campo en el que van a ejercer sus funciones. Las antiguas leyes solían exigir quince años de experiencia específica, que en la actualidad quizá pudieran reducirse a diez para no ser gerontócratas. Se dice esto a la vista de que está pendiente el Reglamento de desarrollo de la ley y sólo a título de prevención, no se vaya a producir el caso insólito de que el conmilitón, el cónyuge o el hermano designado ignore todo lo que se refiere a las funciones a las que está llamado.
La segunda cuestión, creación de un organismo nuevo, tiene más difícil arreglo, sobre todo por lo que cuesta "descrearlos". Pero lo importante en lo inmediato es también que se ha preferido un organismo nuevo a aprovechar alguno de los existentes. Particularmente afectado se ve el Tribunal de Cuentas, por mucho que un representante suyo -que habrá de ser su Presidente, que es el legalmente autorizado- forme parte del Consejo de Transparencia.