Con la muerte de Giorgio Armani a los 91 años se apaga la luz de un taller donde durante medio siglo se cortó la tela del tiempo. No desaparece un diseñador, se ha ido una cierta manera de entender la moda como un arte en diálogo con la vida.
La muerte de Giorgio Armani señala el final de una era. Los grandes modistos que fueron a la vez artistas y magnates ya se cuentan con los dedos de una mano, y cada desaparición reduce esa lista. Lo que queda ahora es un imperio construido sobre la disciplina, la independencia y el buen gusto. El hombre se ha ido, pero su sombra seguirá proyectándose sobre cada chaqueta sin forro, sobre cada tela que caiga con naturalidad sobre un cuerpo.
Armani ha sido el último gran patriarca de una industria que hoy pertenece más a los balances financieros que a las musas. Mientras Chanel, Dior o Balenciaga pasaron tras la desaparición de sus creadores (o antes) a formar parte de imperios del lujo dirigidos por consejos de administración, Armani permaneció fiel a sí mismo, dueño absoluto de su firma, señor de cada puntada y de cada cifra.
El visionario de Piacenza nunca quiso vender su alma al conglomerado. LVMH, Kering, Richemont: todos llamaron a su puerta, pero él la cerró con la misma cortesía con que ofrecía un traje de lino. Quien adquiriera un porcentaje de su casa, acabaría adquiriendo también un pedazo de su vida, y eso era inadmisible. "Me habrían controlado", explicó una vez. En esa negativa cabe toda su obstinación: la independencia como credo, la elegancia como religión.
Ahora la pregunta inevitable recorre Milán, París o Nueva York: ¿qué será de Armani sin Giorgio? Las casas de moda no siempre sobreviven a sus fundadores con el mismo fulgor. Algunas han renacido bajo directores creativos audaces, como Chanel con Karl Lagerfeld o Saint Laurent con Tom Ford, pero otras se extinguieron en un silencio discreto. Armani deja un testamento empresarial escrito con la tinta de la previsión. Hace casi una década creó la Fundación Giorgio Armani, depositaria del control de la firma, con el fin de asegurar que ni su herencia ni su empresa fueran pasto de especuladores. Allí ha dejado un conjunto de estatutos con varias categorías de acciones y límites estrictos a cualquier cambio de propiedad. Una cotización en bolsa no está prohibida, pero exigiría el consenso de la mayoría.

El círculo de confianza del modisto está ya señalado: Pantaleo "Leo" Dell'Orco, novio, "viudo", inseparable lugarteniente y guardián de la línea masculina; Silvana Armani, sobrina encargada de la línea femenina; Roberta Armani, embajadora de la marca ante el cine y el espectáculo; y Andrea Camerana, sobrino dedicado a la sostenibilidad. A ellos se suma Rosanna, la hermana que aún figura en el consejo. Entre esas manos quedará la herencia, bajo la tutela de la Fundación. Es un reparto coral, pensado para evitar que un solo heredero concentre el poder.
Pero el mundo de los negocios es como el mar: ninguna cláusula puede impedir que se agiten las olas. "Marcas como estas rara vez salen al mercado", advierte el analista Luca Solca en Wall Street Journal. Bernard Arnault, emperador de LVMH, ya lo intentó en los años noventa con una oferta seductora: un 20% de la empresa y la continuidad de Armani como director creativo. El italiano rechazó entonces la propuesta, consciente de que el control era la esencia de su obra. Tras su muerte, las aguas volverán a removerse. No habrá depredador financiero que no olfatee la presa.
Las cuentas muestran luces y sombras
El presente de la compañía muestra luces y sombras. En 2023, las ventas cayeron un 5 % y el beneficio operativo se redujo casi un cuarto. El mercado del lujo atraviesa una pausa tras años de euforia. Armani respondió con inversiones récord: renovación de tiendas, control directo del comercio electrónico, apuesta por la diversificación. Bajo su paraguas conviven varias líneas: Armani Privé, la alta costura; Emporio Armani, juvenil y urbano; Armani Exchange, accesible y callejero. Y más allá de la ropa, un universo de estilo: mobiliario, dulces, restaurantes, cafés, hoteles en Milán y Dubái. Armani no vendía solo prendas, sino un modo de habitar el mundo.
Su estética fue siempre la misma: una sobriedad casi monacal, donde los grises y los beiges se convirtieron en sinónimos de lujo discreto. Mientras Versace deslumbraba con colores tropicales y Lagerfeld jugaba al barroquismo, Armani impuso la calma. Fue el sastre de los ejecutivos de Wall Street, de Richard Gere en American Gigolo, de las alfombras rojas sin estridencias. En sus manos, la chaqueta perdió las hombreras militares y se convirtió en un tejido maleable, como una segunda piel que respiraba libertad.
El hombre que transformó la moda masculina y femenina en los años ochenta siguió yendo a la oficina hasta los 90 años. Incluso cuando la enfermedad lo obligó a perderse los desfiles de este verano, continuó supervisando cada detalle por videoconferencia. "Siempre he preparado a mis colaboradores para el siguiente capítulo", declaró el año pasado. Su última enseñanza fue la humildad: "En este sector abundan los egos desmesurados; lo importante es conservar la modestia".
Armani murió como vivió: trabajando. Su despacho, ordenado con la precisión de un cirujano, era un espejo de su carácter. En los cajones no solo había telas, sino también cuentas revisadas con pulcritud. El diseñador era a la vez artista y empresario, un híbrido cada vez más raro en un mundo donde los creativos duran lo que dura un trimestre de ventas. Sus rivales eran contratados y despedidos como entrenadores de fútbol. Él permaneció, imperturbable, mientras el mundo giraba hacia el marketing digital y las campañas globales.

Su legado no se medirá únicamente en trajes. Armani fue la prueba de que la belleza puede construirse con disciplina y constancia, sin necesidad de alardes. Representó la sobriedad italiana, esa que se asienta en la piedra clara de las plazas de Emilia-Romaña y en el gusto de una generación que entendió el lujo como un susurro. Cuando Bernard Arnault lo despidió esta semana dijo que "había extendido la elegancia italiana a escala mundial". Es cierto: su nombre quedó grabado en escaparates de Tokio a Los Ángeles como una contraseña universal de estilo.
El futuro de la firma dependerá de si ese hilo invisible que unía al modisto con su marca puede resistir sin él. La Fundación asegura continuidad, pero el mercado exige siempre reinvención. Tal vez un nuevo director creativo deba reavivar la llama, quizá un heredero encuentre la manera de dialogar con el presente. La historia reciente de la moda enseña que una casa puede sobrevivir a su creador si mantiene la coherencia y encuentra un timonel con visión. Chanel siguió viva tras la muerte de Coco, Dior tras la de Christian, Balenciaga tras Cristóbal. Pero también hay tumbas en el cementerio de las marcas.
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