Opinión

Las siete plagas que nos asolan mientras Sánchez se va de gira

    PV

    Amador G. Ayora

    Dicen que hay un síndrome en La Moncloa, que suele manifestarse en las segundas legislaturas, cuando los gobernantes dejan de escuchar a sus asesores, se vuelcan con los pelotas y pierden todo el contacto con la realidad.

    Miguel Ángel Rodríguez, director de Gabinete de Ayuso y anterior responsable de comunicación de Aznar, cuenta en un libro cómo se llevó una gran decepción cuando fue a visitarlo en 2002 y descubrió que había sufrido una metamorfosis, se había convertido en un mandón. "Te van a despachurrar", le advirtió, para gran enfado de Aznar.

    El presidente de los populares se volvió insensible a los ciudadanos, que tomaron las calles para protestar por la guerra de Irak, mientras él se hacía la foto con los líderes del conflicto, George Bush y Tony Blair, en las Azores.

    Zapatero desconocía el precio de un simple café. González, al que sus allegados llamaban Dios, se enclaustró en su palacio presidencial para aislarse de los casos de corrupción o del GAL, al igual que hizo Adolfo Suárez cuando sufrió ataques por todos los flancos, incluidos los suyos.

    Sánchez permaneció de gira para entrevistarse con los mandatarios de media Europa mientras los pequeños transportistas se desangraban por la subida de los precios de los combustibles y tomaban las carreteras y los centros industriales de medio país sin que nadie en el Gobierno les hicieran caso.

    Aún peor, a los gurús de comunicación de Moncloa se les ocurrió la infeliz idea de culparles de ser miembros de la ultraderecha. La idea, que funcionó en la plaza de Colón y provocó la caída de la derecha (ni Rivera ni Casado están ya en política), fracasó porque ahora se trata de trabajadores que se juegan simple y llanamente su supervivencia.

    La maquinaria de propaganda monclovita volvió a meter la pata. Se inventó que el Ejecutivo no podía subvencionar los combustibles sin el visto bueno de Europa. Las mentiras tienen las patas cortas, como se vio cuando nuestros vecinos de Francia, Portugal o Italia tomaban medidas similares sin contar con Von der Leyen.

    El tercer fiasco se produjo en la negociación del transporte. La ministra del ramo, Raquel Sánchez, se negó incomprensiblemente a sentarse con Manuel Hernández, el líder de la Plataforma Nacional para la Defensa del Transporte, convocante de las manifestaciones.

    Detrás de esta negativa estaban las presiones del presidente de la patronal del sector, Carmelo González, alegando que la plataforma de Hernández no tenía representación patronal. La ministra se estrenó con una propuesta insuficiente, valorada en 500 millones, que solo rebajaba en 4 céntimos los precios de los gasóleos, después de incrementarse alrededor de 50 céntimos. Es difícil hacerlo peor, sinceramente.

    Detrás de toda la estrategia está la tacañería de la vicepresidenta primera, Nadia Calviño, y de la titular de Hacienda, María Jesús Montero, muy preocupadas por el impacto de la guerra en las cuentas públicas.

    Sánchez no se atreve a dar un paso sin el visto bueno de Europa, que se ha convertido en una especie de Bienvenido Mr. Marshall, ante la incapacidad de las cuentas públicas para absorber cualquier shock externo.

    El Gobierno quiere que Bruselas pague los platos rotos como ocurrió con la pandemia, aunque en esta ocasión el tiro puede salirle por la culata. En la cumbre celebrada este jueves y viernes se debatió su propuesta de topar los precios del gas para rebajar el coste de la luz, pero no hubo concreción sobre un paquete para financiar la crisis de los carburantes.

    Lo peor es que por no actuar a tiempo se han producido pérdidas irreparables. Las empresas industriales de casi todos los sectores, desde el alimentario al siderúrgico, pasando por la construcción, se vieron obligadas a paralizar sus fábricas y a mandar a miles de trabajadores a los Ertes, con un coste extra para el Estado y para los empresarios, que están ya en situación límite.

    En la industria se califica el golpe de mortal para este sector, el único que crea empleos de calidad y cuyo peso se redujo en el último ejercicio del 12% al 11%, un porcentaje exiguo comparado con el resto de Europa. La industria al dejar de suministrar sus productos corre el riesgo de perder sus proveedores y que estos busquen alternativas en otros mercados europeos.

    En Moncloa viven fuera de la realidad. Una serie de plagas bíblicas se ciernen sobre los empresarios. En los últimos meses han soportado la duplicación del coste de las materias primas y de la energía o el incremento de más del 50% del salario mínimo, que amenaza con contagiar al resto de empleados.

    La guerra llega en un momento delicado, porque muchas sociedades aún no se han recuperado de la crisis del coronavirus, sus estados financieros están dopados por los créditos ICO o sobreviven gracias la moratoria de los concursos de acreedores, que vencen este verano.

    La mortalidad de las empresas pequeñas y medianas amenaza con desbordarse en los próximos meses. Muchas aprovecharán para reducir definitivamente parte de su carga laboral tras la torpeza del Gobierno.

    El presidente cayó en su propia trampa para elefantes. Se creyó los mensajes optimistas creados por su aparato de propaganda sobre la fortaleza de la economía y de la recuperación, que son completamente falsos, como advertimos en elEconomista desde hace meses.

    Las consecuencias de la guerra de Putin son aún muy inciertas, porque dependerán de la duración del conflicto. La UE redujo solo en medio punto el crecimiento para este año, pero en Estados Unidos se comienza a hablar de recesión.

    Hay muchas incógnitas pendientes de despejar. El presidente Biden, de viaje por Europa, promete cubrir las demandas de gas del Viejo Continente para sustituir las compras rusas de aquí a 2030. El 40% del gas y el 27% del petróleo proviene de Moscú, lo que proporciona al Kremlin unos 700 millones mensuales, esenciales para mantener en pie su máquina de guerra.

    Pero ¿qué pasaría si mañana se paralizan las compras energéticas por parte de Europa? La poderosa industria alemana sufriría un gran apagón y arrastraría a la del resto del continente. No hay alternativas milagrosas a corto plazo. Los expertos, además, auguran que el crudo Brent se irá a los 200 dólares.

    Agobiado por la deuda y con el gasto público disparado, ¿cuál es la salida del Gobierno de Sánchez? Lo primero que hizo, como hemos visto, fue escurrir el bulto y pasar la factura al ciudadano. Pero como eso no es suficiente, el paso siguiente será cargar una parte a las cuentas de las grandes empresas.

    La vicepresidenta tercera, Teresa Ribera, se reunió con grandes eléctricas y petroleras para pedirles arrimar el hombro. Quiere que un tercio del coste de la ayuda a los carburantes lo soporten las comercializadoras y distribuidoras de petróleo. Pero guarda en el cajón un plan aún más perverso. Un impuesto extraordinario sobre los beneficios de las energéticas que se cargaría con efectos retroactivos desde septiembre hasta que concluya la guerra. Un guiño electoral a la izquierda, al grito de ¡que paguen los ricos!

    Espero que no se aplique, porque la seguridad jurídica sufrirá un grave daño, se generará desconfianza y, por ende, se espantará a los nuevos proyectos.

    Como en las siete plagas bíblicas, aquí no acaban las dificultades. Otra de las vicepresidentas, Yolanda Díaz, no conforme con disparar los costes salariales, quiere prohibir los despidos objetivos por decreto ley. ¿Y qué hará una empresa cuando no tenga para llegar a fin de mes y se vea obligada a pagar todas las nóminas? Refugiarse en los famosos Ertes para camuflar las cifras de desempleo. Otra treta para esconder las cifras de paro hasta las elecciones.

    Díaz está presa de los sindicatos mayoritarios, UGT y CCOO, a los que tiene domesticados a cambio de concesiones. En la huelga del transporte, ni Pepe Álvarez (UGT) ni Unai Sordo (CCOO) se sumaron a las movilizaciones, pese a los graves perjuicios que acarreará para el empleo y los trabajadores a los que representan.

    ¿Qué debería hacer el Gobierno? Anunciar un plan de choque para recortar gastos superfluos, eliminar cientos de organismos públicos inservibles y destinar ese dinero a compensar a los sectores perjudicados. Pero como eso es imposible con Sánchez, prepárense para sufrir la siete plagas.