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23 años de la boda de Ana Aznar: de la maldición de El Escorial a Pedro Sánchez

Quizá toda boda con exceso de boato encierra un germen de tragedia. En el panteón de los reyes, entre frías losas de mármol, se celebró hace 23 años un acontecimiento que es historia de España y caricatura del poder. Los invitados, al salir, creyeron que descendían una escalinata de triunfo. En realidad, sin saberlo, bajaban hacia la crónica negra de la historia reciente.

En los días de septiembre la sierra madrileña tiene un aire de postal antigua: cielos limpios, los primeros fríos insinuados, un aroma de humo en las chimeneas tempranas. Aquella mañana del 5 de septiembre de 2002, el monasterio de San Lorenzo de El Escorial amaneció transformado en un teatro cortesano. En la explanada de granito se desplegó una comitiva de automóviles oficiales, uniformes bruñidos y pamelas que parecían alas de mariposa en un jardín de piedra. España asistía a un espectáculo que, sin ser de Estado, se antojaba más regio que una coronación: la boda de Ana Aznar Botella, hija del presidente del Gobierno, con Alejandro Agag. Fue tal la acumulación de autoridades, príncipes de medio mundo y prebostes de la política nacional que los cronistas bautizaron aquel enlace como el de la tercera infanta.

Ana Aznar y Alejandro Agag en su boda

El país aún vivía bajo el espejismo de la prosperidad. España crecía, se urbanizaban costas y se levantaban aeropuertos en mitad de la nada como quien siembra margaritas en primavera. La boda no era sólo la unión de dos jóvenes prometedores: era también el retrato de una España envanecida, segura de sí misma, convencida de que el futuro era un festín eterno de mayorías absolutas al que estaban invitados los poderosos, los ministros y los cortesanos de ocasión. La música de la orquesta en la basílica sonaba como un himno al triunfo.

Pero el tiempo, implacable, se encarga de deshojar la corona de flores. Veintitrés años después, al repasar la lista de los más de mil cien invitados, pareciera que un conjuro funesto hubiera caído sobre aquel cortejo. Analistas y columnistas, siempre afectos al mito, bautizaron el fenómeno como la maldición de El Escorial. Y no era para menos.

Ana Aznar y su padre en la boda

Miguel Blesa, banquero todopoderoso aquel día, se presentó con esposa e hija como un patricio romano en las fiestas de César. Años más tarde, la cárcel, los procesos judiciales y la infamia lo arrinconaron hasta que en 2017 se quitó la vida en una finca de caza. La elegancia del esmóquin quedó convertida en un sudario invisible. Francisco Correa y Luis Bárcenas (además de su mujer), sonrientes en las fotografías nupciales, acabarían en los sumarios judiciales como símbolos de la corrupción. Rodrigo Rato, entonces vicepresidente y luminaria económica, conoció también la penitencia de los barrotes. Y aún tiene cuentas pendientes. Y Álvaro Pérez, El Bigotes, que aquel día caminó ufano entre los cipreses, terminó como caricatura grotesca del poder caído.

Álvaro Pérez, El Bigotes, en la boda de la hija de Aznar

La boda fue una instantánea de la soberbia antes del naufragio. En los balcones de la vanidad asomaban políticos que creían que la eternidad les pertenecía. Francisco Camps, feliz junto a su esposa farmacéutica, sonreía como quien acaba de entrar en la historia. Luego llegaron las tormentas judiciales, su absolución y su huida discreta de la vida pública, aunque ahora, con gesto vindicativo, pretende regresar. El ministro y presidente balear Jaume Matas, entonces impecable en el protocolo, terminó probando las hieles de la cárcel en 2014.

Ni siquiera los invitados internacionales escaparon de la rueda del destino. Tony Blair, que llegó del Reino Unido con Cherie, salió años después marcado por la guerra de Irak, convertido en uno de los ex primeros ministros más denostados por sus compatriotas. Aunque le va bien en el ámbito privado. Silvio Berlusconi, aquel mago del espectáculo político, atravesó dos décadas de poder y de procesos judiciales hasta que la muerte lo sorprendió en 2023, dejando tras de sí una etapa política post felliniana, y un legado empresarial que ahora se reparten sus hijos.

El eco de aquella boda también se proyectó en el ámbito privado. Muchos matrimonios que acudieron a El Escorial terminaron devorados por el tiempo y las traiciones domésticas. La ministra Ana Mato y el alcalde de Pozuelo Jesús Sepúlveda, sonrientes en la ceremonia, se separaron tres años después en medio de escándalos de Gürtel. La modelo Nieves Álvarez y Marco Severini, impecables en las fotos, rompieron en 2015. Mario Vargas Llosa, aún unido entonces a Patricia Llosa, cambió el guion de su vida sentimental años más tarde en compañía de Isabel Preysler, quien en aquella boda asistía al brazo de Miguel Boyer. La crónica rosa se mezclaba con la política en un mismo cuadro de vanidades.

Los reyes de entonces, Juan Carlos y Sofía, fueron la guinda del acontecimiento. Aquel día aún escenificaban cordialidad y unidad dinástica; hoy apenas se esfuerzan en fingir. Y entre los ausentes definitivos que el tiempo ha borrado están Rita Barberá o Adolfo Suárez testigos entonces de un festín que parecía eterno.

No todos los protagonistas sucumbieron a la maldición. Ana Aznar y Alejandro Agag siguen juntos, con cuatro hijos y una vida discreta y desahogada entre Londres y Bruselas. José María Aznar, padrinos de la ceremonia, también continúa unido a Ana Botella, y les va bien.

El recuerdo de aquel día en El Escorial queda como una pintura barroca en la que cada figura porta un destino escrito en tinta invisible. La basílica, solemne y fría, acogió entonces un canto a la gloria que el tiempo convirtió en elegía. Las pamelas, los uniformes de gala, los discursos de sobremesa se han diluido en el aire como confeti mojado. Lo único que permanece es la sensación de que aquella boda marcó, de manera simbólica, el inicio de un ciclo: el preludio de la corrupción que años más tarde arrasaría gobiernos, derribaría presidentes y abriría las puertas del poder a Pedro Sánchez.

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