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Álvaro Morata se refugia en su mujer y sus hijos para vencer el abatimiento y las bromas por fallar un penalti decisivo

Tras un error humano que muchos quieren convertir en condena, Álvaro Morata vuelve a apoyarse en su refugio: su hogar, su mujer, sus hijos. El ruido pasará, como pasa todo en el fútbol. Y él seguirá siendo lo que más cuesta ser en este mundo de luces artificiales: humano. Con sus goles, sí. Pero sobre todo, con sus silencios, sus lágrimas contenidas y ese tipo de dignidad que no se mide en estadísticas. Y seis millones de euros al año solo de ficha de su equipo turco. Que consuelan.

Por esos misteriosos caminos que tiene la redonda para hacer de héroes figuras trágicas, el madrileño se encuentra una vez más en la cuerda floja de la opinión pública. La escena sucedió bajo los focos inmisericordes de la final de la Nations League, en un estadio donde el verde césped no perdona y el público, menos aún. El delantero madrileño falló un penalti en un momento crucial del partido frente a Portugal, lo que dejó a la selección española sin la gloria que parecía al alcance de los tacos. Bastaron unos segundos y un golpe mal dirigido para desatar el vendaval: memes, chistes crueles, insultos y, lo más deleznable, amenazas.

"Estoy mal porque hemos hecho un gran trabajo todos y me sabe mal por mis compañeros", declaró Morata con la voz quebrada tras el encuentro. "No lo he tirado bien y ya no se puede cambiar. Igual que me tocó levantar la Eurocopa, ahora me toca irme fastidiado por esto". No lloró sobre el césped, pero cualquiera que haya visto sus ojos sabría que aguantó un alud de emociones. En las gradas, sus hijos le miraban sin entender del todo el peso de una responsabilidad tan aplastante. "No lloré porque estaban mis hijos ahí. Pero ganas no me faltaron", confesó.

España perdió, sí. Pero lo que volvió a perder Morata fue otra batalla contra el juicio feroz del aficionado sin rostro. De inmediato, resurgió la duda sobre su continuidad como capitán de La Roja, con voces más pendientes del fallo que de los goles marcados, como si el fútbol fuera una ciencia exacta y no un ejercicio permanente de imperfección. Y en medio del revuelo, una frase del delantero cayó como una piedra en el agua mansa: "Ahora solo pienso en mis compañeros y en lo que ha pasado hoy. Las cosas hay que pensarlas con tranquilidad, pero claro que es una posibilidad que no esté en septiembre". ¿Despedida en clave baja? ¿Una pausa necesaria?

Mientras tanto, en el mundo real, ese que no tiene marcador ni árbitros, Morata encontró en su familia (y en su medio millón al mes) el único escudo que no se derrumba. Alice Campello, su esposa y madre de sus hijos, reaccionó con firmeza ante el alud de odio que se abalanzó sobre el futbolista. "En la vida todos nos equivocamos. Ninguno excluido", escribió la empresaria italiana en redes sociales. Y añadió con la templanza de quien conoce el barro y las estrellas: "Me encantaría ver la vida de cada una de las personas que está criticando un fallo y ver lo perfecto que lo hacen todo".

Desde su casa en Estambul, donde viven desde que Morata fichó por el Galatasaray, Alice ha defendido a su marido como una leona. Su voz se alzó por encima del ruido: "Lo que sí tiene importancia es la persona que uno es en la vida. Y en eso ganas a todos". A punto de celebrar ocho años de matrimonio, su relación atraviesa un momento de calma serena, esa que solo se alcanza tras haber navegado juntos por la tormenta. Porque ellos saben lo que es la tormenta: años atrás, Morata lidió con una depresión profunda, ansiedad y ataques de pánico que le hicieron tambalearse hasta en su rol como padre. "No era capaz de mirar a mis hijos a los ojos. ¡Me daba vergüenza!", confiesa en su documental, con una crudeza que no buscaba pena, sino luz para otros.

Aquella época dejó cicatrices, pero también lecciones. "Hubo un día que explotó. Le vi peor que nunca", recordó Alice. El punto de inflexión llegó cuando Álvaro, con más coraje del que exige tirar un penalti, pidió ayuda. Llamó a su mujer, a sus amigos, a sus entrenadores, y les dijo la verdad: que no estaba bien. Y así empezó a estarlo.

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